CARTA ENCÍCLICA
VEHEMENTER NOS
DEL SUMO PONTÍFICE
SAN PÍO X
SOBRE LA SEPARACIÓN DE LA IGLESIA Y EL ESTADO
A NUESTROS AMADÍSIMOS HIJOS FRANCISCO MARÍ RICHARD, CARDENAL ARZOBISPO DE PARÍS;
VÍCTOR LUCIANO LECOT, CARDENAL ARZOBISPO DE BURDEOS;
PEDRO HÉCTOR COULLIÉ, CARDENAL ARZOBISPO DE LYON;
JOSÉ GUILLERMO LABOURÉ, CARDENAL PRESBÍTERO DE LA S. R. I., ARZOBISPO DE RENNES;
A TODOS LOS DEMÁS VENERABLES HERMANOS NUESTROS, LOS ARZOBISPOS Y OBISPOS,
A TODO EL CLERO Y PUEBLO FRANCÉS
Venerables Hermanos y amadísimos hijos: Salud y bendición apostólica
1. Presentación de los acontecimientos
Entristécese Nuestra alma y angustiase Nuestro corazón al pensar en vosotros; y ¿cómo pudiera no ser así, después de promulgada una ley que, destruyendo los lazos seculares por los cuales se halla unida vuestra nación con la Sede Apostólica, ha venido a crear a la Iglesia católica en Francia una situación indigna de ella y sobre toda ponderación lamentable? Acontecimiento gravísimo es éste y de aquellos que todas las buenas almas deben deplorar, por ser tan funesto a la sociedad civil como a la Religión, pero que no puede parecer extraño a cuantos han venido prestando atención a la política religiosa seguida en Francia de algunos años a esta parte. Para vosotros, Venerables Hermanos, no constituye, ciertamente, una novedad ni una sorpresa, testigos como habéis sido de los numerosos ataques dirigidos a la Religión por las autoridades públicas.
2. Laicismo
Vosotros habéis visto cómo ha sido violada la santidad y la indisolubilidad del matrimonio cristiano por disposiciones legislativas en formal contradicción con ellas, secularizados los hospitales y las escuelas, arrebatados los clérigos a sus estudios y al yugo de la disciplina eclesiástica para someterlos al servicio militar y dispersas y despojadas las Congregaciones religiosas y reducidos sus individuos a extremos de la indigencia. También habéis visto derogar la ley por la que se prescribían las oraciones públicas en la apertura de los Tribunales y al comienzo de las sesiones parlamentarias; suprimir las tradicionales señales de duelo, en el día de Vienes Santo, a bordo de los buques de guerra; borrar del juramento judicial cuanto le prestaba carácter religioso, quitar de los Tribunales, de las escuelas, de todos los establecimientos públicos, en una palabra, los emblemas religiosos. Tales medidas, y otras que poco a poco iban separando de hecho a la Iglesia del Estado, no eran sino jalones colocados para señalar el camino que había de conducir a la separación completa y oficial. Así lo han reconocido y confesado sus autores en ocasiones diversas.
3. Acción de la Santa Sede
La Sede Apostólica ha hecho cuanto ha estado de su parte por evitar una calamidad tan grande, aconsejando de una parte, a los que se encontraban a la cabeza del Gobierno francés y conjurándolos a que pesaran la inmensidad de los males que habría de producir su política separatista, y multiplicando de otra, a la nación francesa, los testimonios de su afecto. La Santa Sede tenía derecho a esperar que, merced a los impulsos del agradecimiento, seríale posible detener a esos políticos en la pendiente por la que se precipitaban y hacerles renunciar a sus proyectos; pero las atenciones, los buenos oficios y los esfuerzos realizados, tanto por Nuestro Predecesor como por Nos, han resultado estériles del todo.
4. Razón de la encíclica
La violencia de los enemigos de la Religión ha acabado por atropellar, a viva fuerza, vuestros derechos de nación católica, y tal es la razón de que Nos, conocedor de los deberes que nos impone Nuestro apostólico cargo, Nos consideramos obligados, en una hora tan grave para la Iglesia, a elevar Nuestra voz y abriros Nuestra alma a vosotros, Venerables Hermanos, a vuestro clero y a vuestro pueblo, a todos, en suma, a quienes si Nos hemos profesado siempre singularísimo afecto, os amamos hoy con mayor ternura que antes.
5. Falsa teoría de la separación de la Iglesia y el Estado
Que sea necesario separar al Estado de la Iglesia es una tesis absolutamente falsa y un error pernicioso, porque, basada en el principio de que el Estado no debe reconocer culto religioso alguno, es gravemente injuriosa a Dios, fundador y conservador de las sociedades humanas, al cual debemos tributar culto público y social.
6. Contra el orden sobrenatural
La tesis de que hablamos constituye, además, una verdadera negación del orden sobrenatural, porque limita la acción del estado al logro de la prosperidad pública en esta vida terrena, que es la razón próxima de las sociedades políticas, y no se ocupa en modo alguno de su razón última, que es la eterna bienaventuranza propuesta al hombre para cuando haya terminado esta vida tan breve; pero como el orden presente de las cosas, que se desarrolla en el tiempo, se encuentra subordinado a la conquista del bien supremo y absoluto, es obligación del poder civil, no tan sólo apartar los obstáculos que puedan oponerse a que el hombre alcance aquel bien para que fue creado, sino también ayudarle a conseguirlo.
7. Contra el orden natural
Esta tesis es contraria igualmente al orden sabiamente establecido por Dios en el mundo, orden que exige una verdadera concordia y armonía entre las dos sociedades; porque la sociedad religiosa y la civil se componen de unos mismos individuos, por más que cada una ejerza, en su esfera propia, su autoridad sobre ellos, resultando de aquí que existen materias en las que deben concurrir una y otra, por ser de la incumbencia de ambas. Roto el acuerdo entre el Estado y la Iglesia, surgirán graves diferencias en la apreciación de las materias de que hablamos, se obscurecerá la noción de lo verdadero, y la duda y la ansiedad acabarán por enseñorearse de todos los espíritus.
8. Contra la sociedad civil
A los males que van señalados añádase que esta tesis inflige gravísimos daños a la sociedad civil, que no puede prosperar ni vivir mucho tiempo, no concediendo su lugar propio a la Religión, que es la regla suprema que define y señala los derechos y los deberes del hombre.
Por lo cual los Romanos Pontífices no han cesado jamás, según pedían las circunstancias y la ocasión, de refutar y condenar la doctrina de la separación de la Iglesia y el Estado. Nuestro ilustre Predecesor León XIII señala, y repetida y brillantemente tiene declarado, lo que deben ser, conforme a la doctrina católica, las relaciones entre las dos sociedades, diciendo ser absolutamente necesario que una prudente unión medie entre ellas, unión que no sin exactitud puede compararse a la que junta en el mismo hombre el alma con el cuerpo.
Y añade además: Sin hacerse criminales las sociedades humanas, no pueden proceder como si Dios no existiera, o no cuidarse de la Religión, como si fuera cosa para ellas extraña o inútil… Grande y pernicioso error es excluir a la Iglesia, obra de Dios mismo, de la vida social, de las leyes, de la educación de la juventud y de la familia [1].
9. Especiales razones en contra de la separación en Francia
Si cualquier Estado cristiano comete una acción sobremanera funesta y censurable separándose de la Iglesia, cuánto más no se ha de lamentar que Francia emprenda tales caminos, cuando ella menos que las demás naciones podía tomarlos porque en el transcurso de los siglos ha sido objeto de grande y señalada predilección de parte de la Sede Apostólica, y porque la gloria y fortuna de Francia han ido siempre unidas a la práctica de las costumbres cristianas y al respeto de la Religión.
Por lo cual, con harta razón pudo decir el mismo Pontífice León XIII: Francia no podrá olvidar que sus providenciales destinos la unen a la Santa Sede con vínculos demasiado apretados y demasiado antiguos para que nunca los quiera romper. En efecto, de esta unión procede su verdadera grandeza y su gloria más pura. Destruir tal unión tradicional valdría tanto como arrebatar a la nación francesa una parte de su fuerza moral y de la alta influencia que ejerce en el mundo [2].
Y tanto más inviolables debían ser estos lazos cuanto que así lo exigía la fe jurada de los Tratados. El Concordato firmado por el Soberano Pontífice y por el Gobierno francés era, como todos los pactos del mismo género que los Estados conciertan entre sí, un contrato bilateral que obligaba a ambas partes. De una, el Romano Pontífice, y de otra, el jefe de la nación francesa, adquirieron solemne compromiso, en su nombre y en el de sus sucesores, de mantener inviolablemente el pacto que firmaron; de lo que resulta que la regla a la que se ajustaba el Concordato es la regla de todos los Tratados internacionales, conviene a saber, el derecho de gentes, y que no podía anularse de ninguna manera por sólo la voluntad de una de las partes contratantes. La Santa Sede ha cumplido siempre con fidelidad escrupulosa los compromisos que suscribió, y constantemente ha pedido que el Estado mostrara la misma fidelidad, hecho cierto que no podría negar ningún juzgador que sentencie imparcialmente. Pues bien; el Estado francés deroga por su sola voluntad el solemnísimo pacto que había suscrito, falta a la fe jurada, y, sin detenerse ante nada, para romper con la Iglesia, para librarse de su amistad, tan poco se le da de lanzar contra la Iglesia el ultraje que implica esta violación del derecho de gentes, como de conmover el mismo orden social y político, ya que para la recíproca seguridad de sus mutuas relaciones nada interesa tanto a los Estados como la fidelidad inviolable en el sagrado respeto de los Tratados.
10. Grave ofensa a la Sede apostólica
Cuando se considera la forma que en el Estado ha llevado a cabo la abrogación unilateral del Concordato, crece de un modo singular la magnitud de la ofensa inferida a la Sede Apostólica, porque es principio admitido sin discusión en el derecho de gentes y universalmente observado por todas las naciones, que el incumplimiento de un pacto debe notificarse, previa y regularmente, de un modo claro y explícito a la otra parte contratante por lo que se propone denunciar el Tratado. Pues bien; no sólo no se ha hecho a la Santa Sede en este asunto ninguna notificación de ese género, pero ni siquiera la menor indicación; de suerte que el gobierno francés no ha vacilado en faltar con la Sede Apostólica a los ordinarios miramientos y cortesía de que no se prescinde ni aun en las relaciones con los Estados más pequeños; ni sus mandatarios que eran por ese hecho representantes de una nación católica, han tenido reparo en menospreciar la dignidad y autoridad del Pontífice, jefe supremo de la Iglesia, y eso que debían haber guardado a esta potencia respeto superior al que inspiran todas las otras potencias políticas, y mayor todavía en cuanto esta potencia mira al bien eterno de las almas y se extiende por todas partes.
11. Injerencia del Estado en los asuntos eclesiásticos
Si examinamos ahora en sí misma la ley que acaba de ser promulgada, hallaremos nueva razón para quejarnos más enérgicamente todavía. Puesto que el Estado, rompiendo los vínculos del Concordato, se separa de la Iglesia, debería, como consecuencia natural, dejarle su entera independencia y permitirle que disfrutase en paz del derecho común en la libertad que supone concederle. En verdad, nada de esto se ha hecho: encontramos en la ley multitud de disposiciones de excepción que, odiosamente restrictivas, colocan a la Iglesia bajo la dominación de la potestad secular. Amarguísimo dolor Nos ha causado ver al Estado invadir de este modo el terreno que pertenece exclusivamente a la esfera eclesiástica, y Nos lamentamos todavía más, porque, menospreciando la equidad y la justicia, el Estado coloca a la Iglesia de Francia en una condición dura, agobiante y opresora de sus más sagrados derechos.
12. Maldad intrínseca de la injerencia
Las disposiciones de la nueva ley son, en efecto, contrarias a la constitución dada por Jesucristo a su Iglesia.
La Escritura nos enseña, y la tradición de los Padres nos confirma, que la Iglesia es el Cuerpo místico de Jesucristo, regido por pastores y doctores, sociedad, por consiguiente, humana, en cuyo seno existen jefes con pleno y perfecto poder para gobernar, enseñar y juzgar; de lo que resulta que esta sociedad es esencialmente una sociedad desigual, es decir, una sociedad compuesta de distintas categorías de personas, los Pastores y el rebaño, los que tienen puesto en los diferentes grados de la jerarquía y la muchedumbre de fieles. Y esas categorías son de tal modo distintas unas de otras, que sólo en la pastoral reside la autoridad y el derecho necesarios para mover y dirigir a los miembros hacia el fin de la sociedad, mientras la multitud no tiene otro deber sino dejarse conducir, y, como dócil rebaño, seguir a sus Pastores. San Cipriano, mártir, expone la misma verdad de un modo admirable, cuando escribe:
Nuestro Señor, cuyos preceptos debemos venerar y observar, comunica el honor al Obispo y la razón de ser a la Iglesia, y, hablando en el Evangelio, dice a Pedro: “Yo te digo que tú eres Pedro” [3]. De allí arranca a través de los siglos y las vicisitudes del tiempo, la ordenación de los Obispos y la razón de la Iglesia, de modo que la Iglesia está constituida sobre el Obispo, y que toda acción de la Iglesia está regida por esos mismos superiores [4]
Y San Cipriano afirma que todo ello está fundado en una ley divina, divina lege fundatum. En contradicción a estos principios, la ley de separación atribuye la administración y la tutela del culto público, no al Cuerpo jerárquico, divinamente establecido por el Salvador, sino a una asociación de personas seglares, asociación a la cual da forma y personalidad jurídica, a quien mira, para cuanto se relaciona con el culto religioso, como única adornada de derechos civiles y personalidad.
13. Inicuas disposiciones de la ley
Así es que a esta asociación pertenecerá el uso de los templos y edificios sagrados; ella poseerá los bienes eclesiásticos sean muebles o inmuebles; dispondrá, aunque esto temporalmente, de los palacios episcopales, casas rectorales y seminarios; finalmente, administrará los bienes, señalará las colectas y recibirá las limosnas y legados que se destinen al culto. Y si bien la ley prescribe que las asociaciones culturales han de constituirse conforme a las reglas de organización general del culto, cuyo ejercicio se propongan asegurar, tiene buen cuidado de advertir que en todas las cuestiones que puedan plantearse acerca de sus bienes, sólo el Consejo de Estado será competente para conocer. Por manera que aun las mismas asociaciones culturales estarán, respecto a la autoridad civil, en igual dependencia que si se tratara de la eclesiástica, la cual, según es manifiesto, no tendrá sobre ellas potestad ninguna. Cuan ofensivas para la Iglesia y cuan opuestas a sus derechos y a su divina constitución son estas disposiciones, no hay nadie que no lo advierta a la primera ojeada, aun sin tener en cuenta que la ley no se expresa en estos puntos con términos claros y precisos, sino indecisos y vagos, de suerte que permite la arbitrariedad, y que, por consiguiente, puede temerse que surjan de su misma interpretación gravísimos males.
A lo dicho hemos de añadir que nada hay más contrario a la libertad de la Iglesia que esta ley. En efecto; cuando al crear las asociaciones culturales la ley de separación impide que los Pastores ejerzan la plenitud de su autoridad y de su ministerio entre los fieles; cuando atribuye al Consejo de Estado la jurisdicción suprema sobre estas asociaciones y las somete a una serie de prescripciones ajenas al derecho común, con que hace difícil su fundación, y su conservación más difícil todavía; cuando, luego de haber proclamado la libertad del culto, restringe el ejercicio del mismo con multitud de excepciones; cuando despoja a la Iglesia de la inspección y vigilancia interiores de los templos, para encomendarlas al Estado; cuando dificulta la predicación de la fe y la moral católicas, y señala para el clero penas severas y excepcionales; cuando sanciona estas y otras muchas disposiciones semejantes, en que fácilmente cabe la arbitrariedad, ¿qué hace sino colocar a la Iglesia en humillante sujeción, y, con pretexto de proteger el orden público, arrebatar a pacíficos ciudadanos, que forman todavía la inmensa mayoría de Francia, el derecho sagrado de practicar su propia Religión? Por lo cual, no sólo ofende el Estado a la Iglesia, restringiendo el ejercicio del culto, a que esta ley reduce falsamente toda la Religión, sino oponiendo obstáculos a su influencia, siempre bienhechora, sobre el pueblo, y paralizando su acción de mil diversas maneras.
Así es, entre otras cosas, como no ha bastado privar a la Iglesia de las Órdenes religiosas, que son su precioso auxiliar en el sagrado ministerio, en la enseñanza, en la educación, en las obras de caridad cristiana, sino que la priva hasta de los recursos que forman los medios humanos necesarios para su existencia y para el cumplimento de su misión.
Además de los perjuicios y que hemos notado hasta aquí, la separación viola también el derecho de propiedad de la Iglesia y lo pisotea. Contra toda justicia, la despoja de gran parte del patrimonio que le pertenece por títulos tan numerosos como sagrados, y suprime y anula todas las fundaciones piadosas, legalmente establecidas para fomentar el culto divino o hacer bien a los difuntos. Y en cuanto a los recursos que la generosidad de los católicos ha ido acumulando para sostenimiento de las escuelas cristianas y actividad de las diferentes obras de beneficencia religiosa, los traspasa a establecimientos laicos, en que sería inútil ordinariamente buscar el menor vestigio de religión, con lo cual no sólo se desconocen los derechos de la Iglesia, sino hasta la voluntad formal y expresa de los donantes y testadores. Igualmente Nos es sobremanera doloroso que, con menosprecio de todo derecho, la ley declare propiedad del Estado, de las provincias o de los Ayuntamientos todos los edificios eclesiásticos anteriores al Concordato.
Y si la ley concede su uso indefinido y gratuito a las asociaciones culturales, pone en esta concesión tantas y tales condiciones, que, en realidad, deja al poder público la libertad de disponer de dichos edificios. Además, abrigamos temores vehementísimos por la santidad de estos templos, moradas augustas de la Majestad Divina y amadísimos para la piedad del pueblo francés, en quien tantos recuerdos suscitan, porque ciertamente corren peligro de quedar profanados si caen en manos de seglares. Y cuando la ley, suprimiendo el presupuesto de culto público, exime al Estado de la obligación de proveer a los gastos religiosos, falta a los compromisos contraídos en un Tratado diplomático y, al propio tiempo, ofende gravemente a la justicia. En efecto, no es posible abrigar la menor duda acerca de este punto, y los mismos documentos históricos lo declaran del modo más terminante. Si el Gobierno francés contrajo con el Concordato el compromiso de satisfacer a los eclesiásticos una asignación que les permitiera atender decorosamente a su subsistencia y al sostenimiento del culto, no lo hizo a título gratuito, sino que se obligó a título de indemnización, siquiera parcial, a la Iglesia por los bienes que el Estado le arrebató durante la primera revolución. Por otra parte, cuando en este mismo Concordato, y por bien de la paz, el Romano Pontífice se comprometió, en su nombre y en el de sus sucesores, a no inquietar a los detentores de los bienes que así fueron arrebatados a la Iglesia, cierto es que no lo prometió sino con una condición: la de que el Gobierno francés se obligase a dotar perpetuamente al clero de modo decoroso y proveer a los gastos del culto divino.
14. Funestas consecuencias
¿Y cómo, finalmente, podríamos Nos callar acerca de este asunto? Aun sin tener en cuenta los derechos de la Iglesia, a quien ofende, como queda dicho, la nueva ley será también de las más funestas consecuencias para vuestra nación, porque no puede dudarse que ha de destruir lamentablemente la unión y concordia de las almas. Pero sin esta unión y esta concordia no hay nación que pueda prosperar ni vivir: he aquí por qué, sobre todo en la actual situación en que se halla Europa, esta armonía perfecta es el deseo más ardiente de cuantos franceses aman a su tierra y quieren de todas veras la salvación de la patria. En cuanto a Nos, a ejemplo de Nuestro Predecesor y como heredero de su particularísimo afecto a vuestra nación, no hay duda de que nos hemos esforzado para conservar a la Religión de vuestros mayores en la íntegra posesión de todos los derechos que le corresponden entre vosotros: pero al mismo tiempo, y teniendo sin cesar ante Nuestra vista la paz fraternal, cuyo vínculo más fuerte consiste en el vínculo religioso, hemos trabajado por afirmaros más y más en la unión, y, por lo mismo, no podemos ver sin la mayor angustia que el Gobierno francés acaba de ejecutar una acción que, avivando en el orden religioso pasiones, ya de un modo funesto harto excitadas, parece muy propia para trastornar profundamente a vuestra nación.
15. Condenación de la ley
Por todas estas razones, Nos, teniendo presente Nuestro apostólico oficio, y conocedores de la imperiosa obligación que sobre Nos pesa de defender contra todo ataque y conservar en su integridad los inviolables y sagrados derechos de la Iglesia, en virtud de la suprema autoridad que Dios nos ha conferido, por los motivos que arriba quedan expuestos, Nos condenamos y reprobamos la ley votada en Francia acerca de la separación de la Iglesia y el Estado, por altamente injuriosa para Dios, de quien reniega oficialmente sentando el principio de que la república no reconoce ningún culto. La reprobamos y condenamos como conculcadora del derecho natural, del derecho de gentes y de la fe debida a los Tratados; como contraria a la constitución divina de la Iglesia, a sus derechos esenciales y a su libertad: como subversiva de la justicia y violadora del derecho de propiedad, que la Iglesia ha adquirido por multitud de títulos y, además, en virtud del Concordato; la reprobamos y condenamos como gravemente ofensiva para la dignidad de la Sede Apostólica, para Nuestra Persona, para el Episcopado, para el clero y para todos los católicos franceses. En consecuencia, protestamos solemnemente y con todas Nuestras fuerzas contra la presentación, la votación y la promulgación de esta ley, declarando que jamás podrá alegarse, para invalidarlos, contra los derechos imprescriptibles e inmutables de la Iglesia.
16. Llamado a la confianza
Deber Nuestro era hacer oír estas graves palabras y dirigirlas, Venerables Hermanos, a vosotros, al pueblo francés y a todo el orbe cristiano, para denunciar cuanto acaba de suceder. Profunda es ciertamente, Nuestra tristeza, como ya lo hemos dicho, cuando anticipadamente medimos los males que esta ley va a derramar sobre un pueblo que amamos con tanta ternura; y aun Nos produce emoción más honda el pensamiento de los trabajos, padecimientos y tribulaciones de toda suerte que también van a caer sobre vuestro clero. Mas para guardarnos, en medio de tan abrumadores cuidados, de toda aflicción excesiva y de todo desaliento, hemos de acordarnos de la divina Providencia, siempre misericordiosa, y abrigar la esperanza, mil veces cumplida, de que Jesucristo no abandonará nunca a su Iglesia, ni nunca la privará de su indefectible apoyo; por lo cual estamos muy lejos de experimentar el menor temor acerca de la Iglesia. Su fuerza es divina, lo mismo que su inmutable estabilidad, como lo demuestra victoriosamente la experiencia de los siglos. Nadie ignora, en efecto, las calamidades innumerables y más terribles cada vez que la han alcanzado en tan largo espacio de tiempo; pero donde toda institución puramente humana habría perecido necesariamente, la Iglesia sacó de la prueba más vigoroso esfuerzo y más opulenta fecundidad.
Las leyes de persecución que forja contra ella el odio —la historia lo declara, y en tiempos todavía cercanos la misma Francia lo demuestra— concluyen siempre por derogarse prudentemente, cuando quedan manifiestos los perjuicios que irrogan al mismo Estado. ¡Quiera Dios que los que en este momento ejercen el Poder en Francia imiten pronto acerca de esta materia el ejemplo de sus antecesores! ¡Quiera Dios que, con aplauso de todas las personas honradas, no tarden en devolver a la Religión, manantial de civilización y de prosperidad para los pueblos, el honor que ahora le niegan, y con el honor, la libertad!
17. Exhortación al trabajo
Entretanto, y mientras dure la persecución, los hijos de la Iglesia, revestidos de las armas de la luz, deben trabajar con todas sus fuerzas por la justicia y la verdad: tal es siempre su deber; tal es su deber hoy más que nunca. A esa lucha santa, vosotros, Venerables Hermanos, que debéis ser maestros y guías de todos los demás, llevaréis todo el ardor de aquel vigilante e infatigable celo de que en todo tiempo, honrándose a sí mismo, el Episcopado francés ha dado pruebas universalmente notorias. Mas queremos, sobre todo, y en cosas de importancia capital, que en cuantos proyectos tracéis para la defensa de la Iglesia os esforcéis en realizar la unión más perfecta de corazones y voluntades.
Estamos firmemente resueltos a dirigiros, en tiempo oportuno, instrucciones prácticas, para que sean regla segura de conducta en medio de las grandes dificultades de la hora actual, y tenemos anticipada certeza de que os conformaréis a ellas puntualísimamente. En tanto, proseguid la obra saludable en que os empleáis; reanimad cuanto podáis la piedad de los fieles; promoved y vulgarizad más y más la enseñanza de la Doctrina cristiana; preservad a todas las almas que os están confiadas, de los errores y seducciones que por todas partes les salen ahora al paso; instruid, prevenid, estimulad y consolad a vuestro rebaño; cumplid, en suma, todas las obligaciones que con él tenéis contraídas en virtud de vuestro pastoral oficio. En esta empresa tendréis, indudablemente, la colaboración infatigable de vuestro clero; abundante en hombres de nota por su virtud, ciencia y adhesión a la Apostólica Sede, del cual sabemos que siempre se halla pronto, bajo Nuestra dirección, a sacrificarse sin reservas por el triunfo de la Iglesia y la salvación de las almas, y no es menos indudable que entenderán bien los miembros del mismo clero que han de abrigar en su corazón los afectos que en otro tiempo abrigaron los Apóstoles, y sentirse gozosos de haber sido hallados dignos de padecer ultraje por el nombre de Jesús [5].
Así pues, reivindicarán los derechos y la libertad de la Iglesia valerosamente, sin ofender a nadie; antes bien, cuidadosos de guardar caridad, como conviene, sobre todo, a ministros de Jesucristo, responderán a la iniquidad con la justicia, a los ultrajes con la dulzura y al mal trato con beneficios.
18. Exhortación a los fieles franceses
A vosotros Nos dirigimos ahora, católicos de Francia. Lleguen a vosotros Nuestras palabras como señal de la tiernísima benevolencia con que no cesamos de amar a vuestra patria y a modo de consuelo en las temibles calamidades que vais a experimentar. Bien conocéis el fin que se han propuesto las sectas impías que os hacen doblar la cerviz a su yugo, porque ellas mismas lo han declarado con cínica audacia, diciendo: ¡Descatolicemos a la nación francesa! Quieren arrancar de vuestros corazones hasta la última raíz de la fe que colmó de gloria a vuestros padres; de la fe que ha hecho a vuestra patria próspera y grande entre las naciones; de la fe que os sostiene en las pruebas, conserva la tranquilidad y la paz en vuestros hogares y os franquea el camino para la eterna felicidad. Bien se os alcanza que habéis de defender vuestra fe con toda vuestra alma, pero no os engañéis: todo esfuerzo y trabajo resultarían inútiles si intentarais rechazar los asaltos del enemigo sin estar unidos firmemente.
19. Llamado a la unión
Prescindid, pues, de todos los gérmenes de desunión, si es que existen entre vosotros, y haced cuanto sea necesario para que, de pensamiento y acción, vuestra unión sea tan firme como debe ser entre hombres que pelean por la misma causa, máxime cuando esta causa es de aquellas para cuyo triunfo todos están obligados a sacrificar alguna cosa de sus opiniones. Si en los límites de vuestras fuerzas, y como es vuestro deber imperioso, queréis preservar a la Religión de vuestros mayores de los peligros en que se halla, es necesario de todo punto que uséis ampliamente de fortaleza y generosidad. Seguros estamos de que tendréis esa caridad, y mostrándoos caritativos con sus ministros, moveréis al Señor a mostrarse más y más caritativo con vosotros.
20. Llamado a la obediencia, a la ley cristiana y a los prelados
En cuanto a la defensa de la Religión, que queréis emprender de modo digno de ella y proseguir sin interrupciones y con eficacia, dos cosas importa, sobre todo, que tengáis en cuenta: primero, que debéis ajustar tan fielmente a los preceptos de la ley cristiana vuestra vida y acciones, que honréis la fe de que hacéis profesión; segundo, que debéis permanecer estrechamente unidos con aquellos a quienes pertenece por derecho propio velar acá, en la tierra, por la Religión; con vuestros sacerdotes, con vuestros Obispos y, principalmente, con la Santa Sede, que es fundamento de la fe católica y de cuanto puede hacerse en nombre suyo.
21. Llamado a la confianza en Dios y la Santa Sede
Armados de este modo para la lucha, salid sin miedo a la defensa de la Iglesia; mas cuidad bien de que vuestra confianza descanse enteramente en Dios, cuya causa sostenéis, y, para que os socorra, no os canséis de pedírselo. Y en cuanto a Nos, sabed que mientras dure vuestro combate contra el peligro, en alma y corazón estaremos con vosotros, participaremos de vuestros trabajos, de vuestras tristezas, de vuestros padecimientos, y elevaremos Nuestras humildes y fervorosas oraciones al Dios que fundó y que conserva a su Iglesia, para que se digne mirar a Francia con ojos de misericordia, desvanecer la tormenta que se cierne sobre ella y devolverle pronto, por la intercesión de María Inmaculada, el sosiego y la paz.
22. Bendición
En presagio de estos celestiales bienes y testimonio de Nuestra especial predilección, cordialmente os concedemos a vosotros, Venerables Hermanos, a vuestro clero y al pueblo francés la Apostólica bendición.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 11 de febrero del año 1906, tercero de Nuestro Pontificado.
SAN PÍO PP. X
NOTAS
[1] Enc. Immortale Dei, 1 nov. 1885.
[2] Alocución a los peregrinos franceses, 13 abr 1888.
[3] San Mateo, 18, 16.
[4] San Cipriano, Epist. xxvii.-xxviii. ad Lapsos ii. i.
[5] Act. 6, 41.