9 de enero
San Julián y Santa Basilisa
(† 308)
Nació san Julián en Antioquía, de padres cristianos, a fines del siglo tercero. Habiéndose desposado con una honestísima doncella llamada Basilisa, guardaron los dos, de común acuerdo, perfectísima continencia. Porque el mismo día de la boda, a la que había concurrido la nobleza de la ciudad, estando los desposados en su tálamo, se sintió en el aposento un olor suavísimo de rosas y azucenas.
Quedó maravillada Basilisa de aquella extraordinaria fragancia y preguntó a su esposo, qué olor era aquél que sentía y de dónde venía, porque no era tiempo de flores. Respondió Julián: El olor suavísimo que sientes es de Cristo, amador de la castidad, la cual yo de su parte te prometo, como la he prometido a Jesucristo, si tú consintieres conmigo y le ofrecieres también tu virginidad. Respondió Basilisa que ninguna cosa le era más agradable que imitar su ejemplo.
Poco después llevó el Señor para sí a los padres de Julián y Basilisa, dejándolos herederos de sus haciendas riquísimas; y ellos comenzaron luego a gastarlas con larga mano en socorrer a los pobres. Consagrose él a instruir en la religión cristiana a los hombres y ella a las mujeres en diversa casa.
Arreciaban por este tiempo las persecuciones de Diocleciano y Maximiano, pero Basilisa pudo librarse de ellas, y acabó su vida santa y preciosa de muerte natural. Su marido Julián fue quien alcanzó la palma de un glorioso martirio.
El bárbaro presidente Marciano mandó prender al santo y abrasar su casa y a Julián le pasearon por la ciudad cargado de cadenas, y precedido de un pregonero que decía: Así se han de tratar los enemigos de los dioses y despreciadores de las leyes imperiales. Encerráronle después en obscuro y hediondo calabozo, a donde fueron a visitarle siete caballeros cristianos, que, con un sacerdote llamado Antonio, lograron ser compañeros de su martirio.
Llegado el día de la ejecución, mientras el presidente, sentado en público tribunal, interrogaba a Julián, acertaron a pasar por allí unos gentiles que llevaban a enterrar a un difunto, y en tono de mofa le dijeron que resucitase al muerto. Entonces Julián, en nombre de Jesucristo, le resucitó, lo cual llenó a todos de grande espanto; y más, cuando oyeron que aquel hombre resucitado, públicamente confesaba a Jesucristo.
Atribuyó el presidente tan estupendo suceso a la poderosa magia de Julián, y condenó al resucitado a los mismos suplicios. Encerráronles a todos en unas cubas encendidas, más los condenados salieron de ellas sin la menor lesión; arrojáronles después a las fieras del anfiteatro, y las fieras no osaron hacerles; daño alguno. Finalmente, avergonzado el cruel tirano, les hizo degollar, y así entregaron en este día sus almas purísimas al Creador.
Reflexión: ¡Oh cuánta sangre costó a los santos mártires la fe de nuestro Señor Jesucristo! Como, la religión cristiana es tan pura, celestial y divina, los hombres terrenales y sensuales no la querían recibir de ningún modo, y sólo a poder de sangre y de milagros llegó a triunfar. Pero a ti, acaso no te costará una sola gota de sangre el ser cristiano; antes en esto hallarás tu honra, y la verdadera alegría y sosiego de tu corazón. ¿Por qué, pues, no has de ser cristiano de veras? ¿Por qué no has de mortificar siquiera tus desordenadas aficiones y vencerte a ti mismo por amor de Cristo y de la eterna gloria? Mira que también es muy agradable al Señor este lento martirio. Todos los buenos cristianos han de ser mártires o mortificados.
Oración: Rogámoste, Señor, que la intercesión de los bienaventurados Julián, y Basilisa, nos recomiende a tu divina Majestad, para conseguir por su protección lo que no podemos alcanzar por nuestros méritos. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
(P. Francisco De Paula Morell, S. J., Flos Sanctorum)