3 de marzo
Santa Cunegunda, emperatriz y virgen
(† 1040)
Era santa Cunegunda princesa de muy alta sangre, hija de los condes palatinos del Rhin, y dotada de extremada hermosura y de todas las gracias que se estiman en las mujeres.
Tomola por esposa el emperador Enrique, príncipe no menos poderoso que honestísimo, en tanto grado, que se concertó con ella de guardar perpetua castidad y amarse como hermano y hermana y no como marido y mujer.
¡Gloria a Dios que a príncipes tan poderosos y magníficos dio aliento para aspirar a tan ilustre victoria en la flor de su edad, emulando la limpieza de los ángeles en medio de las grandezas de la corte, sin quemarse en tantos años estando tan cerca del fuego!
Viviendo, pues, estos santos casados en tan gran pureza y conformidad, como eran no menos piadosos que castos, se dieron de todo punto a la devoción y a amplificar el culto de Dios y edificar muchas iglesias y monasterios con imperial magnificencia.
Mas envidioso el demonio quiso sembrar discordia donde había tanta unión; y engendró en el ánimo del emperador algunas falsas sospechas de la emperatriz, pareciéndole que estaba aficionada a cierto hombre y no guardaba la fe prometida.
Pero ella confirmó con un testimonio del cielo su castidad; porque en prueba de su inocencia, con los pies descalzos anduvo quince pasos sobre una barra de hierro ardiendo sin quemarse, y oyó una voz que le dijo: ¡Oh, virgen pura, no temas, que la Virgen María te librará!
Con esto quedó la santa casada y doncella victoriosa, y el emperador, su marido, arrepentido y confuso, y de allí adelante vivió en paz y admirable honestidad con ella, hasta que el Señor le llevó a gozar de sí y acreditó su santidad con muchos milagros.
Cunegunda dio entonces libelo de repudio al mundo y determinó pasar el resto de su vida en el monasterio de monjas de san Benito, que había edificado, en el cual, habiendo vivido quince años con rara edificación de las monjas y admiración de todo el mundo, entregó su alma inocentísima y santísima al Señor; y fueron tantos los que concurrieron a venerar su cadáver, que en tres días no se pudo enterrar, porque Dios lo glorificó con grandes y estupendas maravillas, con que acreditó la admirable santidad de su sierva.
Reflexión: Cuando la santa emperatriz tomó el hábito, la ceremonia de la investidura resultó bellísima y sublime. Habían acudido al templó del monasterio algunos obispos y prelados para consagrar aquella iglesia, y saliendo la santa emperatriz a la misa, con grande acompañamiento, y vestida conforme a la imperial majestad, ofreció una cruz del santo madero de nuestra redención, y acabado el Evangelio, se desnudó de sus ropas imperiales y se vistió con el hábito pobre que ella misma se había hecho por sus manos, y se hizo, cortar su hermosa cabellera que después se guardó por reliquia. Lloraban muchos de los circunstantes, unos porque perdían a tan gran princesa y amorosa señora, y otros de pura devoción, considerando el ejemplo que les daba la que menospreciaba el cetro y la corona y los arrojaba a los pies de Jesucristo. Anímate, pues, hijo mío, a hacer también algo por amor de aquel Señor que se lo merece todo, los bienes, la salud, la honra y la vida. Si no puedes hacer mucho en su obsequio y alabanza, haz lo poco que puedas, supliendo con el deseo lo que no puedes hacer con las obras.
Oración: Señor Dios, que quisiste que la bienaventurada emperatriz Cunegunda, se conservase intacta virgen antes y después del matrimonio, concédenos que sepamos dignamente estimar la virtud de la continencia, y podamos observarla cada uno conforme a su estado. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
(P. Francisco De Paula Morell, S. J., Flos Sanctorum)