16 de noviembre
San Edmundo, arzobispo de Cantorbery
(† 1242)
El celoso defensor de la Iglesia, san Edmundo, arzobispo de Cantorbery, nació en Inglaterra, en una villa llamada Abington. Sábese de su padre, que, con consentimiento de su mujer, tomó el hábito en un monasterio, y que allí acabó santamente su vida.
La madre, aunque quedó en el siglo, vivió en él más como religiosa, que como seglar: y crio a sus hijos en tan loables y santas costumbres, que hasta les enseñaba a domar la carne con cilicios que ella misma les labraba, y cuando envió a su hijo Edmundo a la universidad de Oxford, y más tarde le mandó con su hermano menor, Roberto, a la de París, dio a cada uno un cilicio, con orden de que se lo pusiesen a raíz de las carnes tres veces cada semana.
Estudió en París, con gran cuidado, las artes liberales, y se hizo maestro en ellas; y volviendo a Oxford, por espacio de seis años las enseñó con gran loa y aprovechamiento de sus discípulos. Procuraba que todos ellos cada día oyesen misa con él, y que adelantasen no menos en la piedad que en las letras; y así salieron de su escuela muchos varones doctos y excelentes, los cuales entraron en diversas religiones.
Ordenose de sacerdote; y dejando la cátedra para poder predicar más desembarazadamente la palabra de Dios, aceptó una canonjía en la iglesia de Salisbury, para no ser cargoso a nadie. Tuvo el papa noticia de la santidad, erudición y grandes prendas de Edmundo: y mandole predicar en el reino de Francia la Cruzada; la cual predicó con maravilloso fruto, confirmando nuestro Señor su predicación con muchos milagros.
Habiendo vacado la silla de Cantorbery, nombrole el pontífice Gregorio IX arzobispo y primado de Inglaterra. Aceptó el santo aquella dignidad, por sola obediencia, y por no resistir al papa con ofensa de Dios.
Fue tal la entereza con que gobernó aquella diócesis y en defender los derechos de la Iglesia, que por esta causa padeció grandes persecuciones de los grandes del reino, y de su mismo Cabildo, hasta el punto de haberse de desterrar voluntariamente a Francia; donde fue recibido con grande honra, de san Luis y de toda la real familia.
Recogiose al monasterio cisterciense de Pontigny; y allí cayó malo de una grave enfermedad; y como le llevasen mal convalecido al monasterio de Soissy, de aires más benignos y templados, se le agravó el mal. Recibió devotísimamente los santos Sacramentos; y faltándole poco a poco los sentidos, dio su espíritu al Señor, que para tanta gloria suya le había criado.
Reflexión: Los solícitos desvelos de la ejemplar madre de Edmundo, y el empeño de este vigilante pastor en la cristiana educación de los jóvenes,1 nos enseñan sabiamente cómo se ha de atajar la corrupción y desarreglo de nuestra juventud. Todos se quejan hoy de que nunca ha habido tanta inmoralidad entre los jóvenes. Su inmodestia y poco recato apesadumbra con frecuencia: su vanidad, sus gastos desmedidos, sus inclinaciones licenciosas, la pasión del juego, son objeto de censura y de quejas muy amargas. Su desaplicación al estudio y al trabajo, el afán por asistir a todos los espectáculos, son frecuentemente la cruz de sus padres. Todos nos quejamos de este mal: pero ¿buscamos el oportuno remedio? ¿Se da siempre a los jóvenes un instrucción y educación cristianas? ¿Ven siempre en sus padres y maestros ejemplos de virtud, que los muevan a su imitación?
Oración: Suplicámoste, oh Dios omnipotente, que en la venerable solemnidad del bienaventurado Edmundo tu confesor y pontífice, nos aumentes la devoción y el deseo de nuestra eterna salud. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
(P. Francisco De Paula Morell, S. J., Flos Sanctorum)