Divino afflante Spiritu, Pío XII, 30 de septiembre de 1943

Papa Pío XII
Papa Pío XII

CARTA ENCÍCLICA

DIVINO AFFLANTE SPIRITU

DEL SUMO PONTÍFICE

PÍO XII

SOBRE LOS ESTUDIOS BÍBLICOS

1. Por inspiración del divino Espíritu escribieron los sagrados escritores aquellos libros que Dios, conforme a su paterna caridad con el género humano, quiso liberalmente dar para enseñar, para convencer, para corregir, para dirigir en la justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto y esté apercibido para toda obra buena (2Tim 3,16ss). No es, pues, de admirar que la santa Iglesia, tratándose de este tesoro dado del cielo, que ella posee como preciosísima fuente y divina norma de la doctrina sobre la fe y las costumbres, así como lo recibió incontaminado de manos de los apóstoles, así lo haya custodiado con todo esmero, defendido de toda falsa y perversa interpretación y empleado solícitamente en el ministerio de comunicar a las almas la salud sobrenatural, como lo atestiguan a toda luz casi innumerables documentos de todas las edades. Por lo que hace a los tiempos modernos, cuando de un modo especial corrían peligro las divinas Letras en cuanto a su origen y su recta exposición, la Iglesia tomó a su cuenta defenderlas y protegerlas todavía con mayor diligencia y empeño. De ahí que ya el sacrosanto Sínodo Tridentino pronunció con decreto solemne que “deben ser tenidos por sagrados y canónicos los libros enteros con todas sus partes, tal como se han solido leer en la Iglesia católica y se hallan en la antigua edición Vulgata latina” [1]. Y en nuestro tiempo, el concilio Vaticano, a fin de reprobar las falsas doctrinas acerca de la inspiración, declaró que estos mismos libros han de ser tenidos por la Iglesia como sagrados y canónicos, “no ya porque, compuestos con la sola industria humana, hayan sido después aprobados con su autoridad, ni solamente porque contengan la revelación sin error, sino porque, escritos con la inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios por autor y como tales fueron entregados a la misma Iglesia” [2]. Más adelante, cuando contra esta solemne definición de la doctrina católica, en la que a los libros “enteros, con todas sus partes”, se atribuye esta divina autoridad inmune de todo error, algunos escritores católicos osaron limitar la verdad de la Sagrada Escritura tan sólo a las cosas de fe y costumbres, y, en cambio, lo demás que perteneciera al orden físico o histórico reputarlo como “dicho de paso” y en ninguna manera —como ellos pretendían— enlazado con la fe, nuestro antecesor de inmortal memoria León XIII, en su carta encíclica Providentissimus Deus, dada el 18 de noviembre de 1893, reprobó justísimamente aquellos errores y afianzó con preceptos y normas sapientísimas los estudios de los divinos libros.

2. Y toda vez que es conveniente conmemorar el término del año cincuentenario desde que fueron publicadas aquellas letras encíclicas, que se tienen como la ley principal de los estudios bíblicos, Nos, según la solicitud que desde el principio del sumo pontificado manifestamos respecto de las disciplinas sagradas [3], juzgamos que había de ser oportunísimo confirmar e inculcar, por una parte, lo que nuestro antecesor sabiamente estableció y sus sucesores añadieron para afianzar y perfeccionar la obra, y decretar, por otra, lo que al presente parecen exigir las circunstancias, para más y más incitar a todos los hijos de la Iglesia que se dedican a estos estudios a una empresa tan necesaria y tan loable.

I

3. El primero y sumo empeño de León XIII fue exponer la doctrina de la verdad contenida en los sagrados volúmenes y vindicarlos de las impugnaciones. Así fue que con graves palabras declaró que no hay absolutamente ningún error cuando el hagiógrafo, hablando de cosas físicas, “se atuvo (en el lenguaje) a las apariencias de los sentidos”, como dice el Angélico [4], expresándose “o en sentido figurado o según la manera de hablar en aquellos tiempos, que aún hoy rige para muchas cosas en la vida cotidiana hasta entre los hombres más cultos”. Añadiendo que ellos, “los escritores sagrados, o por mejor decir —son palabras de San Agustín— [5], el Espíritu de Dios, que por ellos hablaba, no quiso enseñar a los hombres esas cosas —a saber, la íntima constitución de las cosas visibles— que de nada servían para su salvación” [6], lo cual “útilmente ha de aplicarse a las disciplinas allegadas, principalmente a la historia”, es a saber, refutando “de modo análogo las falacias de los adversarios” y defendiendo “de sus impugnaciones la fidelidad histórica de la Sagrada Escritura” [7]. Y que no se ha de imputar el error al escritor sagrado si “en la transcripción de los códices se les escapó algo menos exacto a los copistas” o si “queda oscilante el sentido genuino de algún pasaje”. Por último, que no es lícito en modo alguno, “o restringir la inspiración de la Sagrada Escritura a algunas partes tan sólo, o conceder que erró el mismo sagrado escritor”, siendo así que la divina inspiración “por sí misma no sólo excluye todo error, sino que lo excluye y rechaza con la misma necesidad absoluta con la que es necesario que Dios, Verdad suma, no sea en modo alguno autor de ningún error. Esta es la antigua y constante fe de la Iglesia” [8].

4. Ahora bien: esta doctrina que con tanta gravedad expuso nuestro predecesor León XIII, también Nos la proponemos con nuestra autoridad y la inculcamos a fin de que todos la retengan religiosamente. Y decretamos que con no menor solicitud se obedezca también el día de hoy a los consejos y estímulos que él sapientísimamente añadió conforme al tiempo. Pues como surgieran nuevas y no leves dificultades y cuestiones, ya por los prejuicios del racionalismo, que por doquiera perniciosamente cundía, ya sobre todo por las excavaciones y descubrimientos de monumentos antiquísimos llevados a cabo por doquiera en las regiones orientales, el mismo predecesor nuestro, impulsado por la solicitud del oficio apostólico, a fin de que esta tan preclara fuente de la revelación católica no sólo estuviera abierta con más seguridad y abundancia para utilidad de la grey del Señor, sino también para no permitir que en manera alguna fuese contaminada, ardientemente deseó “que fuesen cada vez más los que sólidamente tomaran a su cargo y mantuviesen constantemente el patrocinio de las divinas Letras; y que aquellos principalmente a los que la divina gracia llamó al sagrado orden emplearan cada día, como es justísimo, mayor diligencia e industria en leerlas, meditarlas y exponerlas” [9].

5. Por lo cual, el mismo Pontífice, así como ya hacía tiempo había alabado y aprobado la Escuela de Estudios Bíblicos fundada en San Esteban de Jerusalén gracias a la solicitud del maestro general de la sagrada Orden de Predicadores, Escuela de la que, como él mismo dijo, “el conocimiento de la Biblia recibió no leve incremento y los espera mayores” [10], así el último año de su vida añadió todavía una nueva razón para que estos estudios, tan encarecidamente recomendados por las letras encíclicas Providentissimus Deus, cada día se perfeccionasen más y con la mayor seguridad se adelantasen. En efecto, con las letras apostólicas Vigilantiae, dadas el 30 del mes de octubre del año 1902, estableció un Consejo, o como se dice Comisión, de graves varones, “que tuvieran por encomendado a sí el cargo de procurar y lograr, por todos los medios, que los divinos oráculos hallen entre los nuestros en general aquella más exquisita exposición que los tiempos reclaman, y se conserven incólumes no sólo de todo hálito de errores, sino también de toda temeridad de opiniones” [11], el cual Consejo también Nos, siguiendo el ejemplo de nuestros antecesores, lo confirmamos y aumentamos de hecho, valiéndonos, como muchas veces antes, de su ministerio para encaminar los intérpretes de los sagrados libros a aquellas sanas leyes de la exégesis católica que enseñaron los Santos Padres y los doctores de la Iglesia y los mismos Sumos Pontífices [12].

6. Y aquí no parece ajeno al asunto recordar con gratitud las cosas principales y más útiles para el mismo fin que sucesivamente hicieron nuestros antecesores, y que podríamos llamar complemento o fruto de la feliz empresa leoniana. Y en primer lugar, Pío X, queriendo “proporcionar un medio fijo de preparar un buen número de maestros que, recomendables por su gravedad y pureza de doctrina, interpreten en las escuelas católicas los divinos libros…”, instituyó “los grados académicos de licenciado y doctor en Sagrada Escritura…, que habrían de ser conferidos por la Comisión Bíblica” [13]; luego dio una ley “sobre la norma de los estudios de Sagrada Escritura que se ha de guardar en los seminarios de clérigos”, con el designio de que los alumnos seminaristas “no sólo penetrasen y conociesen la fuerza, modo y doctrina de la Biblia, sino que pudiesen además ejercitarse en el ministerio de la divina palabra con competencia y probidad, y defender… de las impugnaciones los libros escritos bajo la inspiración divina” [14]; finalmente, “para que en la ciudad de Roma se tuviera un centro de estudios más elevados relativos a los sagrados libros que promoviese del modo más eficaz posible la doctrina bíblica y los estudios a ella anejos, según el sentido de la Iglesia católica”, fundó el Pontificio Instituto Bíblico, que encomendó a la ínclita Compañía de Jesús, y quiso estuviera “provisto de las más elevadas cátedras y todo recurso de erudición bíblica”, y prescribió sus leyes y disciplina, declarando que en este particular “ponía en ejecución el saludable y provechoso propósito” de León XIII [15].

7. Todo esto, finalmente, lo colmó nuestro próximo predecesor de feliz recordación, Pío XI, al decretar, entre otras cosas, que ninguno fuese “profesor de la asignatura de Sagradas Letras en los seminarios sin haber legítimamente obtenido, después de terminado el curso peculiar de la misma disciplina, los grados académicos en la Comisión Bíblica o en el Instituto Bíblico”. Y estos grados quiso que tuvieran los mismos efectos que los grados legítimamente otorgados en sagrada teología y en derecho canónico; y asimismo estableció que a nadie se concediese “beneficio en el que canónicamente se incluyera la carga de explicar al pueblo la Sagrada Escritura si, además de otras condiciones, el sujeto no hubiese obtenido o la licencia o el doctorado en Escritura”. Y exhortando a la vez juntamente, tanto a los superiores mayores de las Ordenes regulares como a los obispos del orbe católico, a enviar a las aulas del Instituto Bíblico, para obtener allí los grados académicos, a los más aptos de sus alumnos, confirmó tales exhortaciones con su propio ejemplo, señalando de su liberalidad para este mismo fin rentas anuales [16].

8. El mismo Pontífice, después de que con el favor y aprobación de Pío X, de feliz memoria, el año 1907 “se encomendó a los monjes benedictinos el cargo de investigar y preparar los estudios en que haya de basarse la edición de la versión latina de las Escrituras que recibió el nombre de Vulgata” [17], queriendo afianzar con mayor firmeza y seguridad esta misma “trabajosa y ardua empresa”, que exige largo tiempo y subidos gastos, cuya grandísima utilidad habían evidenciado los egregios volúmenes ya dados a la pública luz, levantó desde sus cimientos el monasterio urbano de San Jerónimo, que exclusivamente se dedicase a esta obra, y lo enriqueció abundantísimamente con biblioteca y todos los demás recursos de investigación [18].

9. Ni parece que aquí debe pasarse en silencio con cuánto ahínco los mismos predecesores nuestros, en diferentes ocasiones, recomendaron ora el estudio, ora la predicación, ora, en fin, la pía lectura y meditación de las Sagradas Escrituras. Porque Pío X, respecto de la Sociedad de San Jerónimo, que trata de persuadir a los fieles de Cristo la costumbre, en verdad loable, de leer y meditar los santos Evangelios y hacerlo más accesible según sus fuerzas, la aprobó de todo corazón y la exhortó a que animosamente insistiera en su propósito declarando “que esta obra es la más útil” y que contribuye no poco “a extirpar la idea de que la Iglesia se resiste a la lectura de las Sagradas Escrituras en lengua vulgar o pone para ello impedimento” [19]. Por su parte, Benedicto XV, al cumplirse el ciclo del decimoquinto siglo desde que dejó la vida mortal el Doctor Máximo en exponer las Sagradas Letras, después de haber esmeradísimamente inculcado, ya los preceptos y ejemplos del mismo Doctor, ya los principios y normas dadas por León XIII y por sí mismo, y recomendado otras cosas oportunísimas en estas materias y que nunca se deben olvidar, exhortó “a todos los hijos de la Iglesia, principalmente a los clérigos, a juntar la reverencia de la Sagrada Biblia con la piadosa lectura y asidua meditación de la misma”; y advirtió que “en estas páginas se ha de buscar el alimento con que se sustente, hasta llegar a la perfección, la vida del espíritu” y que “la principal utilidad de la Escritura pertenece al ejercicio santo y fructuoso de la divina palabra”; y él mismo de nuevo alabó la obra de la Sociedad llamada del nombre del mismo San Jerónimo, gracias a la cual se divulgan en grandísima extensión los Evangelios y los Hechos de los Apóstoles, “de suerte que ya no haya ninguna familia cristiana que carezca de ellos, y todos se acostumbren a su lectura y meditación cotidiana” [20].

10. Y, a la verdad, es cosa justa y grata confesar que no sólo con esta instituciones, preceptos y estímulos de nuestros antecesores, sino también con las obras y trabajos arrostrados, por todos aquellos que diligentemente los secundaron, ya en estudiar, investigar y escribir; ya en enseñar y predicar, como también en traducir y propagar los sagrados libros, ha adelantado no poco entre los católicos la ciencia y uso de las Sagradas Escrituras. Porque son ya muchísimos los cultivadores de la Escritura Santa que salieron y cada día salen de las aulas en las que se enseñan las más elevadas disciplinas en materia teológica y bíblica, y principalmente de nuestro Pontificio Instituto Bíblico, los cuales, animados de ardiente afición a los sagrados volúmenes, imbuyen en este mismo espíritu al clero adolescente y constantemente le comunican la doctrina que ellos bebieron. No pocos de ellos han promovido y promueven todavía con sus escritos los estudios bíblicos, o bien editando los sagrados textos redactados conforme a las normas del arte crítica y explicándolos, ilustrándolos, traduciéndolos para su pía lección y meditación, o bien, por fin, cultivando y adquiriendo las disciplinas profanas útiles para la explanación de la Escritura. Así pues, por estas y otras empresas que cada día se propagan y cobran fuerza, como, por ejemplo, las asociaciones en pro de la Biblia, los congresos, las semanas de asambleas, las bibliotecas, las sociedades para meditar el Evangelio, concebimos la esperanza no dudosa de que en adelante crezcan doquiera más y más, para bien de las almas, la reverencia, el uso y el conocimiento de las Sagradas Letras, con tal que con firmeza, valentía y confianza retengan todos la regla de los estudios bíblicos prescrita por León XIII, explicada por sus sucesores con más claridad y perfección, y por Nos confirmada y fomentada —que es, en realidad, la única segura y confirmada por la experiencia—, sin dejarse arredrar en modo alguno por aquellas dificultades que, como en las cosas humanas suele acontecer, nunca le faltarán tampoco a esta obra preclara.

II

11. No hay quien no pueda fácilmente echar de ver que las condiciones de los estudios bíblicos y de los que para los mismos son útiles han cambiado mucho en estos cincuenta años. Porque, pasando por alto otras cosas, cuando nuestro predecesor publicó su encíclica Providentissimus Deus, apenas se había comenzado a explorar en Palestina uno u otro lugar de excavaciones relacionadas con estos asuntos. Ahora, en cambio, las investigaciones de este género no sólo se han aumentado muchísimo en cuanto al número sino que, además, cultivadas con más severo método y arte por el mismo ejercicio, nos enseñan muchas más cosas y con más certeza. Y, en efecto cuánta luz brote de estas investigaciones para entender mejor y con más plenitud los sagrados libros, lo saben todos los peritos, lo saben cuantos se consagran a estos estudios. Crece todavía la importancia de estas exploraciones por los documentos escritos halados de vez en cuando, que contribuyen mucho al conocimiento de las lenguas letras, sucesos, costumbres y cultos más antiguos. Ni es de menor interés el hallazgo y la búsqueda, tan frecuente en esta edad nuestra, de papiros, que ha tenido tanto valor para el conocimiento de las letras e instituciones públicas y privadas, principalmente del tiempo de nuestro Salvador. Se han hallado además y editado con sagacidad vetustos códices de los sagrados libros; se ha investigado con más extensión y plenitud la exégesis de los Padres de la Iglesia; finalmente. se ilustra con innumerables ejemplos el modo de hablar, narrar y escribir de los antiguos. Todo esto que, no sin especial consejo de la providencia de Dios, ha conseguido esta nuestra época, invita en cierta manera y amonesta a los intérpretes de las Sagradas Letras a aprovecharse con denuedo de tanta abundancia de luz para examinar con más profundidad los divinos oráculos, ilustrarlos con más claridad y proponerlos con mayor lucidez. Y si con sumo consuelo en el alma vemos que los mismos intérpretes esforzadamente han obedecido ya y siguen obedeciendo a esta invitación ciertamente no es éste el último ni el menor fruto de las letras encíclicas Providentissimus Deus, con las que nuestro predecesor León XIII. como presagiando en su ánimo esta nueva floración de los estudios bíblicos, por una parte invita al trabajo a los exegetas católicos, y por otra les señaló sabiamente cuál era el modo y método de trabajar. Pero también Nos con estas letras encíclicas queremos conseguir que esta labor no solamente persevere con constancia, sino que cada día se perfeccione y resulte más fecunda, puesta sobre todo nuestra mira en mostrar a todos lo que resta por hacer y con qué espíritu debe hoy el exegeta católico emprender tan grande y excelso cargo, y en dar nuevo acicate y nuevo ánimo a los operarios que trabajan constantemente en la viña del Señor.

12. Ya los Padres de la Iglesia, y en primer término San Agustín, al intérprete católico que emprendiese la tarea de entender y exponer las Sagradas Escrituras, le recomendaban encarecidamente el estudio de las lenguas antiguas y el volver a los textos primitivos [21]. Con todo, llevaba consigo la condición de aquellos tiempos que conocieran pocos la lengua hebrea, y éstos imperfectamente. Por otra parte, en la Edad Media, cuando la teología escolástica florecía más que nunca, aun el conocimiento de la lengua griega desde mucho tiempo antes se había disminuido de tal manera entre los occidentales, que hasta los mismos supremos doctores de aquellos tiempos, al explicar los divinos libros, solamente se apoyaban en la versión latina llamada Vulgata. Por el contrario, en estos nuestros tiempos no solamente la lengua griega, que desde el Renacimiento literario en cierto sentido ha sido resucitada a su nueva vida, es ya laminar a casi todos los cultivadores de la antigüedad, sino que aun el conocimiento de la lengua hebrea y de otras lenguas orientales se ha prolongado grandemente entre los hombres doctos. Es tanta, además, ahora la abundancia de medios para aprender estas lenguas, que el intérprete de la Biblia que, descuidándolas, se cierre la puerta para los textos originales, no puede en modo alguno evitar la nota de ligereza y desidia. Porque al exegeta pertenece andar como a caza, con sumo cuidado y veneración, aun de las cosas mínimas que, bajo la inspiración del divino Espíritu, brotaron de la pluma del hagiógrafo, a fin de penetrar su mente con más profundidad y plenitud. Procure, por lo tanto, con diligencia adquirir cada día mayor pericia en las lenguas bíblicas y aun en las demás orientales, y corrobore su interpretación con todos aquellos recursos que provienen de toda clase de filología. Lo cual, en verdad, lo procuró seguir solícitamente San Jerónimo, según los conocimientos de su época; y asimismo no pocos de los grandes intérpretes de los siglos XVI y XVII, aunque entonces el conocimiento de las lenguas fuese mucho menor que el de hoy, lo intentaron con infatigable esfuerzo y no mediocre fruto. De la misma manera conviene que se explique aquel mismo texto original que, escrito por el sagrado autor, tiene mayor autoridad y mayor peso que cualquiera versión, por buena que sea, ya antigua, ya moderna; lo cual puede, sin duda, hacerse con mayor facilidad y provecho si, respecto del mismo texto, se junta al mismo tiempo con el conocimiento de las lenguas una sólida pericia en el manejo de la crítica.

13. Cuánta importancia se haya de atribuir a esta crítica, atinadamente lo advirtió San Agustín cuando, entre los preceptos que deben inculcarse al que estudia los sagrados libros, puso por primero de todos el cuidado de poseer un texto exacto. “En enmendar los códices —así el clarísimo Doctor de la Iglesia— debe ante todo estar alerta la vigilancia de aquellos que desean conocer las Escrituras divinas, para que los no enmendados cedan su puesto a los enmendados” [22]. Ahora bien, hoy este arte, que lleva el nombre de crítica textual y que se emplea con gran loa y fruto en la edición de los escritos profanos, con justísimo derecho se ejercita también, por la reverencia debida a la divina palabra, en los libros sagrados. Porque por su mismo fin logra que se restituya a su ser el sagrado texto lo más perfectamente posible, se purifique de las depravaciones introducidas en él por la deficiencia de los amanuenses y se libre, cuanto se pueda, de las inversiones de palabras, repeticiones y otras faltas de la misma especie que suelen furtivamente introducirse en los libros transmitidos de uno en otro por muchos siglos. Y apenas es necesario advertir que esta crítica que desde hace algunos decenios no pocos han empleado absolutamente a su capricho, y no pocas veces de tal manera que pudiera decirse haberla los mismos usado para introducir en el sagrada texto sus opiniones prejuzgadas, hoy ha llegado a adquirir tal estabilidad y seguridad de leyes, que se ha convertido en un insigne instrumento para editar con más pureza y esmero la divina palabra, y fácilmente puede descubrirse cualquier abuso. Ni es preciso recordar aquí —ya que es cosa notoria y clara a todos los cultivadores de la Sagrada Escritura— en cuánta estima ha tenido la Iglesia ya desde los primeros siglos hasta nuestros días estos estudios del arte crítica. Así es que hoy, después que la disciplina de este arte ha llegado a tanta perfección, es un oficio honrado, aunque no siempre fácil, procurar por todos los medios que cuanto antes, por parte de los católicos, se preparen oportunamente ediciones, tanto de los sagrados libros como de las versiones antiguas, hechas conforme a estas normas, que junten, con una reverencia suma del sagrado texto, la escrupulosa observancia de todas las leyes críticas. Y ténganlo todos por bien sabido que este largo trabajo no solamente es necesario para penetrar bien los escritos dados por divina inspiración, sino que, además, es reclamado por la misma piedad, por la que debemos estar sumamente agradecidos a aquel Dios providentísimo, que desde el trono de su majestad nos envió estos libros a manera de cartas paternales como a propios hijos.

14. Ni piense nadie qua este uso de los textos primitivos, conforme a la razón de la crítica sea en modo alguno contrario a aquellas prescripciones que sabiamente estableció el concilio Tridentino acerca de la Vulgata latina [23]. Documentalmente consta qua a los presidentes del concilio se dio el encargo de rogar al Sumo Pontífice, en nombre del mismo santo sínodo —como, en efecto, lo hicieron—, mandase corregir primero la edición latina, y luego, en cuanto se pudiese, la griega y la hebrea [24], con el designio de divulgarla, al fin, para utilidad de la santa Iglesia de Dios. Y si bien, a la verdad, a este deseo no pudo entonces, por las dificultades de los tiempos y otros impedimentos, responderse plenamente, confiamos que al presente, aunadas las fuerzas de los doctores católicos, se pueda satisfacer con más perfección y amplitud. Mas por lo que hace a la voluntad del sínodo Tridentino de que la Vulgata fuese la versión latina “que todos usasen como auténtica”, esto en verdad, como todos lo saben, solamente se refiere a la Iglesia latina y al uso público de la misma Escritura, y no disminuye, sin género de duda, en modo alguno, la autoridad y valor de los textos originales. Porque no se trataba de los textos originales en aquella ocasión, sino de las versiones latinas que en aquella época corrían de una parte a otra, entre las cuales el mismo concilio, con justo motivo, decretó que debía ser preferida la que “había sido aprobada en la misma Iglesia con el largo uso de tantos siglos”. Así pues, esta privilegiada autoridad o, como dicen, autenticidad de la Vulgata no fue establecida por el concilio principalmente por razones criticas, sino más bien por su legítimo uso en las iglesias durante el decurso de tantos siglos; con el cual uso ciertamente se demuestra que la misma está en absoluto inmune de todo error en materia de fe y costumbres; de modo que, conforme al testimonio y confirmación de la misma Iglesia, se puede presentar con seguridad y sin peligro de errar en las disputas, lecciones y predicaciones; y, por tanto, este género de autenticidad no se llama con nombre primario crítica, sino más bien jurídica. Por lo cual, asta autoridad de la Vulgata en cosas doctrinales de ninguna manera prohíbe —antes por el contrario, hoy más bien exige— que esta misma doctrina se compruebe y confirme por los textos primitivos y que también sean a cada momento, invocados como auxiliares estos mismos textos, por los cuales dondequiera y cada día más se patentice y exponga el recto sentido de las Sagradas Letras. Y ni aun siquiera prohíbe el decreto del concilio Tridentino que, para uso y provecho de los fieles de Cristo y para más fácil inteligencia de la divina palabra se hagan versiones en las lenguas vulgares, y eso aun tomándolas de los textos originales, como ya en muchas regiones vemos que loablemente se ha hecho, aprobándolo la autoridad de la Iglesia.

15. Armado egregiamente con el conocimiento de las lenguas antiguas y con los recursos del arte crítica, emprenda el exegeta católico aquel oficio que es el supremo entre todos los que se le imponen, a saber, el hallar y exponer el sentido genuino de los sagrados libros. Para el desempeño de esta obra tengan ante los ojos los intérpretes que, como la cosa principal de todas, han de procurar distinguir bien y determinar cuál es el sentido de las palabras bíblicas llamado literal. Sea este sentido literal de las palabras el que elles averigüen con toda diligencia por medio del conocimiento de las lenguas, valiéndose del contexto y de la comparación con pasajes paralelos; a todo lo cual suele también apelarse en favor de la interpretación de los escritos profanos, para que aparezca en toda su luz la mente del autor.

16. Sólo que los exegetas de las Sagradas Letras, acordándose de que aquí se trata de la palabra divinamente inspirada, cuya custodia e interpretación fue por el mismo Dios encomendada a la Iglesia, no menos diligentemente tengan cuenta de las exposiciones y declaraciones del Magisterio de la Iglesia y asimismo de la explicación dada por los Santos Padres, como también de la “analogía de la fe”, según sabiamente advirtió León XIII en las letras encíclicas Providentissimus Deus [25]. Traten también con singular empeño de no exponer únicamente —cosa que con dolor vemos se hace en algunos comentarios— las cosas qua atañen a la historia, arqueología, filología y otras disciplinas por el estilo, sino que, sin dejar de aportar oportunamente aquéllas en cuanto puedan contribuir a la exégesis, muestren principalmente cuál es la doctrina teológica de cada uno de los libros o textos respecto de la fe y costumbres, de suerte que esta exposición de los mismos no solamente ayude a los doctores teólogos para proponer y confirmar los dogmas de la fe, sino que sea también útil a los sacerdotes para explicar ante el pueblo la doctrina cristiana y, finalmente, sirva a todos los fieles para llevar una vida santa y digna de un hombre cristiano.

17. Una vez que hubieren dado tal interpretación, teológica ante todo, como hemos dicho, eficazmente obligarán a callar a los que, afirmando que en los comentarios bíblicos apenas hallan nada que eleve la mente a Dios, nutra el alma, promueva la vida interior, repiten que es preciso acudir a cierta interpretación espiritual, que ellos llaman mística. Cuán poco acertado sea este su modo de ver, lo enseña la misma experiencia de muchos, que, considerando y meditando una y otra vez la palabra de Dios, perfeccionaron sus almas y se sintieron movidos de vehemente amor a Dios; como también lo muestran a las claras la perpetua enseñanza de la Iglesia y las amonestaciones de los mayores doctores. Y no es que se excluya de la Sagrada Escritura todo sentido espiritual. Porque las cosas dichas o hechas en el Viejo Testamento de tal manera fueron sapientísimamente ordenadas y dispuestas por Dios, que las pasadas significaran anticipadamente las que en el nuevo pacto de gracia habían de verificarse. Por lo cual, el intérprete, así como debe hallar y exponer el sentido literal de las palabras que el hagiógrafo pretendiera y expresara, así también el espiritual, mientras conste legítimamente que fue dado por Dios. Ya que solamente Dios pudo conocer y revelarnos este sentido espiritual. Ahora bien, este sentido en los santos Evangelios nos lo indica y enseña el mismo divino Salvador; lo profesan también los apóstoles, de palabra y por escrito, imitando el ejemplo del Maestro; lo declara, por último, el uso antiquísimo de la liturgia, dondequiera que pueda rectamente aplicarse aquel conocido adagio: “La ley de orar es la ley de creer”.

18. Así pues, este sentido espiritual, intentado y ordenado por el mismo Dios, descúbranlo y propónganlo los exegetas católicos con aquella diligencia que la dignidad de la palabra divina reclama; mas tengan sumo cuidado en no proponer como sentido genuino de la Sagrada Escritura otros sentidos traslaticios. Porque aun cuando, principalmente en el desempeño del oficio de predicador, puede ser útil para ilustrar y recomendar las cosas de la fe cierto uso más amplio del sagrado texto según la significación traslaticia de las palabras, siempre que se haga con moderación y sobriedad, nunca, sin embargo, debe olvidarse que este uso de las palabras de la Sagrada Escritura le es como externo y añadido, y que, sobre todo hoy, no carece de peligro cuando los fieles, aquellos especialmente que están instruidos en los conocimientos tanto sagrados como profanos, buscan preferentemente lo que Dios en las Sagradas Letras nos da a entender, y no lo que el facundo orador o escritor expone empleando con cierta destreza las palabras de la Biblia. Ni tampoco aquella palabra de Dios viva y eficaz y más penetrante que espada de dos filos, y que llega hasta la división del alma y del espíritu y de las coyunturas y médulas, discernidora de los pensamientos y conceptos del corazón (Heb 4,12), necesita de afeites o de acomodación humana para mover y sacudir los ánimos; porque las mismas sagradas páginas, redactadas bajo la inspiración divina, tienen por sí mismas abundante sentido genuino; enriquecidas por divina virtud, tienen fuerza propia; adornadas con soberana hermosura, brillan por sí mismas y resplandecen, con tal que sean por el intérprete tan íntegra y cuidadosamente explicadas, que se saquen a luz todos los tesoros de sabiduría y prudencia en ellas ocultos.

19. En este desempeño podrá el exegeta católico egregiamente ayudarse del industrioso estudio de aquellas obras con las que los Santos Padres, los doctores de la Iglesia e ilustres intérpretes de los pasados tiempos, expusieron las Sagradas Letras. Porque ellos, aun cuando a veces estaban menos pertrechados de erudición profana y conocimiento de lenguas que los intérpretes de nuestra edad, sin embargo, en conformidad con el oficio que Dios les dio en la Iglesia, sobresalen por cierta suave perspicacia de las cosas celestes y admirable agudeza de entendimiento, con las que íntimamente penetran las profundidades de la divina palabra y ponen en evidencia todo cuanto puede conducir a la ilustración de la doctrina de Cristo y santidad de vida. Es ciertamente lamentable que tan preciosos tesoros de la antigüedad cristiana sean demasiado poco conocidos a muchos escritores de nuestros tiempos, y que tampoco los cultivadores de la historia de la exégesis hayan todavía llevado a término todo aquello que, para investigar con perfección y estimar en su punto cosa de tanta importancia, parece necesario. ¡Ojalá surjan muchos que, examinando con diligencia los autores y obras de la interpretación católica de las Escrituras y agotando, por decirlo así, las casi inmensas riquezas que aquéllos acumularon, contribuyan eficazmente a que, por un lado, aparezca más claro cada día cuán hondamente penetraron ellos e ilustraron la divina doctrina de los sagrados libros, y por otro, también los intérpretes actuales tomen ejemplo de ello y saquen oportunos argumentos. Pues así, por fin, se llegará a lograr la feliz y fecunda unión de la doctrina y espiritual suavidad de los antiguos en el decir con la mayor erudición y arte de los modernos, para producir, sin duda, nuevas frutos en el campo de las divinas Letras, nunca suficientemente cultivado, nunca exhausto.

20. Es, además, muy justo esperar que también nuestros tiempos puedan contribuir en algo a la interpretación más profunda y exacta de las Sagradas Letras. Puesto que no pocas cosas, sobre todo entre las concernientes a la historia, o apenas o no suficientemente fueron explicadas por los expositores de los pasados siglos, toda vez que les faltaban casi todas las noticias necesarias para ilustrarlas mejor. Cuán difíciles fuesen y casi inaccesibles algunas cuestiones para los mismos Padres, bien se echa de ver, por omitir otras cosas, en aquellos esfuerzos que muchos de ellos repitieron para interpretar los primeros capítulos del Génesis y, asimismo, por los repetidos tanteos de San Jerónimo para traducir los Salmos de tal manera que se descubriese con claridad su sentido literal o expresado en las palabras mismas. Hay, por fin, otros libros o sagradas textos cuyas dificultades ha descubierto precisamente la época moderna desde que por el conocimiento más profundo de la antigüedad han nacido nuevos problemas, que hacen penetrar con más exactitud en el asunto. Van, pues, fuera de la realidad algunos que, no penetrando bien las condiciones de la ciencia bíblica, dicen, sin más, que al exegeta católico de nuestros días no le queda nada que añadir a lo que ya produjo la antigüedad cristiana; cuando, por el contrario, estos nuestros tiempos han planteado tantos problemas, que exigen nueva investigación y nuevo examen y estimulan no poco al estudio activo del intérprete moderno.

21. Porque nuestra edad, así como acumula nuevas cuestiones y nuevas dificultades, así también, por el favor de Dios, suministra nuevos recursos y subsidios de exégesis. Entre éstos parece digno de peculiar mención que los teólogos católicos, siguiendo la doctrina de los Santos Padres, y principalmente del Angélico y Común Doctor, han explorado y propuesto la naturaleza y los efectos de la inspiración bíblica mejor y más perfectamente que como solía hacerse en los siglos pretéritos. Porque, partiendo del principio de que el escritor sagrado al componer el libro es órgano o instrumento del Espíritu Santo, con la circunstancia de ser vivo y dotado de razón, rectamente observan que él, bajo el influjo de la divida moción, de tal manera usa de sus facultades y fuerza, que fácilmente puedan todos colegir del libro nacido de su acción “la índole propia de cada uno y, por decirlo así, sus singulares caracteres y trazos” [26].

22. Así pues, el intérprete con todo esmero, y sin descuidar ninguna luz que hayan aportado las investigaciones modernas, esfuércese por averiguar cuál fue la propia índole y condición de vida del escritor sagrado, en qué edad floreció, qué fuentes utilizó, ya escritas, ya orales, y qué formas de decir empleó. Porque a nadie se oculta que la norma principal de interpretación es aquella en virtud de la cual se averigua con precisión y se define qué es lo que el escritor pretendió decir, como egregiamente lo advierte San Atanasio: “Aquí, como conviene hacerlo en todos los demás pasajes de la divina Escritura, se ha de observar con qué ocasión habló el Apóstol; se ha de atender, con cuidado y fidelidad, cuál es la persona, cuál el asunto que le movió a escribir, no sea que uno, ignorándolo o entendiendo algo ajeno a ello, vaya descarriado del verdadero sentido” [27].

23. Por otra parte, cuál sea el sentido literal, no es muchas veces tan claro en las palabras y escritos de los antiguos orientales como en los escritores de nuestra edad. Porque no es con solas las leyes de la gramática o filología ni con sólo el contexto del discurso con lo que se determina qué es lo que ellos quisieron significar con las palabras; es absolutamente necesario que el intérprete se traslade mentalmente a aquellos remotos siglos del Oriente, para que, ayudado convenientemente con los recursos de la historia, arqueología, etnología y de otras disciplinas, discierna y vea con distinción qué géneros literarios, como dicen, quisieron emplear y de hecho emplearon los escritores de aquella edad vetusta. Porque los antiguos orientales no empleaban siempre las mismas formas y las mismas maneras de decir que nosotros hoy, sino más bien aquellas que estaban recibidas en el uso corriente de los hombres de sus tiempos y países. Cuáles fueron éstas, no lo puede el exegeta como establecer de antemano, sino con la escrupulosa indagación de la antigua literatura del Oriente.

24. Ahora bien, esta investigación, llevada a cabo en estos últimos decenios con mayor cuidado y diligencia que antes, ha manifestado con más claridad qué formas de decir se usaron en aquellos antiguos tiempos, ora en la descripción poética de las cosas, ora en el establecimiento de las normas y leyes de la vida, ora, por fin, en la narración de los hechos y acontecimientos. Esta misma investigación ha probado ya lúcidamente que el pueblo israelítico se aventajó singularmente entre las demás antiguas naciones orientales en escribir bien la historia, tanto por la antigüedad como por la fiel relación de los hechos; lo cual en verdad se concluye también por el carisma de la divina inspiración y por el peculiar fin de la historia bíblica, que pertenece a la religión. No por eso se debe admirar nadie que tenga recta inteligencia de la inspiración, de que también entre los sagrados escritores, como entre los otros de la antigüedad, se hallen ciertas artes de exponer y narrar, ciertos idiotismos, sobre todo propios de las lenguas semíticas; las que se llaman aproximaciones y ciertos modos de hablar hiperbólicos; más aún, a veces hasta paradojas para imprimir las cosas en la mente con más firmeza. Porque ninguna de aquellas maneras de hablar de que entre los antiguos, particularmente entre los orientales, solía servirse el humano lenguaje para expresar sus ideas, es ajena a los libros sagrados, con esta condición, empero, de que el género de decir empleado en ninguna manera repugne a la santidad y verdad de Dios, según que, conforme a su sagacidad, lo advirtió ya el mismo Doctor Angélico por estas palabras: “En la Escritura, las cosas divinas se nos dan al modo que suelen usar los hombres” [28]. Porque así como el Verbo sustancial de Dios se hizo semejante a los hombres en todas las cosas, excepto el pecado (Heb 4,15), así también las palabras de Dios, expresadas en lenguas humanas, se hicieron semejantes en todo al humano lenguaje, excepto el error; lo cual en verdad lo ensalzó ya con sumas alabanzas San Juan Crisóstomo, como una sincatábasis o “condescendencia” de Dios providente, y afirmó una y varias veces que se halla en los sagrados libros [29].

25. Por esta razón, el exegeta católico, a fin de satisfacer a las necesidades actuales de la ciencia bíblica, al exponer la Sagrada Escritura y mostrarla y probarla inmune de todo error, válgase también prudentemente de este medio, indagando qué es lo que la forma de decir o el género literario empleado por el hagiógrafo contribuye para la verdadera y genuina interpretación, y se persuada que esta parte de su oficio no puede descuidarse sin gran detrimento de la exégesis católica. Puesto que no raras veces —para no tocar sino este punto—, cuando algunos, reprochándolo, cacarean que los sagrados autores se descarriaron de la fidelidad histórica o contaron las cosas con menos exactitud, se averigua que no se trata de otra cosa sino de aquellas maneras corrientes y originales de decir y narrar propias de los antiguos, que a cada momento se empleaban mutuamente en el comercio humano, y que en realidad se usaban en virtud de una costumbre lícita y común. Exige, pues, una justa equidad del ánimo que, cuando se encuentran estas cosas en el divino oráculo, el cual, como destinado a hombres, se expresa con palabras humanas, no se les arguya de error, no de otra manera que cuando se emplean en el uso cotidiano de la vida. Así es que, conocidas y exactamente apreciadas las maneras y artes de hablar y escribir en los antiguos, podrán resolverse muchas dificultades que se objetan contra la verdad y fidelidad histórica de las divinas Letras; ni será menos a propósito este estudio para conocer más plenamente y con mayor luz la mente del sagrado autor.

26. Así pues, nuestros cultivadores de estudios bíblicos pongan también su atención en esto con la debida diligencia, y no omitan nada de nuevo que hubieren aportado, sea la arqueología, sea la historia antigua o el conocimiento de las antiguas letras, y cuanto sea apto para mejor conocer la mente de los escritores vetustos y su manera, forma y arte de razonar, narrar y escribir. Y en esta cuestión aun los varones católicos del estado seglar tengan en cuenta que no sólo contribuyen a la utilidad de la doctrina profana, sino que son también beneméritos de la causa cristiana si se entregan, como es razón, con toda constancia y empeño a la exploración e investigación de la antigüedad y ayudan, conforme a sus fuerzas, a resolver las cuestiones de este género hasta ahora menos claras y transparentes. Porque todo conocimiento humano, aun no sagrado, así como tiene su como nativa dignidad y excelencia —por ser una cierta participación finita de la infinita ciencia de Dios—, así recibe una nueva y más alta dignidad y como consagración cuando se emplea para ilustrar con más clara luz las mismas cosas divinas.

27. Por la exploración tan adelantada, arriba referida, de las antigüedades orientales, por la investigación más esmerada del mismo texto primitivo y, asimismo, por el más amplio y diligente conocimiento, ya de las lenguas bíblicas, ya de todas las que pertenecen al Oriente, con el auxilio de Dios, felizmente ha acontecido que no pocas de aquellas cuestiones que en la época de nuestro predecesor León XIII, de inmortal recordación, suscitaron contra la autenticidad, antigüedad, integridad y fidelidad histórica de los libros sagrados los críticos ajenos a la Iglesia o también hostiles a ella, hoy se hayan eliminado y resuelto. Puesto que los exegetas católicos, valiéndose justamente de las mismas armas de ciencia de que nuestros adversarios no raras veces abusaban, han presentado, por una parte, aquellas interpretaciones que están en conformidad con la doctrina católica y la genuina sentencia heredada de nuestros mayores, y por otra parecen haberse al mismo tiempo capacitado para resolver las dificultades que a las nuevas exploraciones y nuevos inventos trajeron o la antigüedad hubiere dejado a nuestra época para su resolución. De aquí ha resultado que la confianza en la autoridad y verdad histórica de la Biblia, debilitada en algunos un tanto por tantas impugnaciones, hoy entre los católicos se haya restituido a su entereza; más aún, no faltan escritores no católicos que, emprendiendo investigaciones con sobriedad y equidad, han llegado al punto de abandonar los prejuicios de los modernos y volver, a lo menos acá y allá, a las sentencias más antiguas. El cual cambio de situación se debe en gran parte a aquel trabajo infatigable con que los expositores católicos de las Sagradas Letras, sin dejarse arredrar en modo alguno por las dificultades y obstáculos de todas clases, con todas sus fuerzas se empeñaron en usar debidamente de los medios que la investigación actual de los eruditos proporcionaba para resolver las nuevas cuestiones, ora en el campo de la arqueología, ora en el de la historia y filología.

28. Nadie, con todo eso, se admire de que no se hayan todavía resuelto y vencido todas las dificultades, sino que aún hoy haya graves problemas que preocupan no poco los ánimos de los exegetas católicos. Y en este caso no hay que decaer de ánimo, ni se debe olvidar que en las disciplinas humanas no acontece de otra manera que en la naturaleza, a saber, que los comienzos van creciendo poco a poco y que no pueden recogerse los frutos sino después de muchos trabajos. Así ha sucedido que algunas disputas que en los tiempos anteriores se tenían sin solución y en suspenso, por fin en nuestra edad, con el progreso de los estudios, se han resuelto felizmente. Por lo cual tenemos esperanza de que aun aquellas que ahora parezcan sumamente enmarañadas y arduas lleguen por fin, con el constante esfuerzo, a quedar patentes en plena luz. Y si la deseada solución se retarda por largo tiempo y el éxito feliz no nos sonríe a nosotros, sino que acaso se relega a que lo alcancen los venideros, nadie por eso se incomode, siendo, como es, justo que también a nosotros nos toque lo que los Padres, y especialmente San Agustín [30], avisaron en su tiempo, a saber: que Dios con todo intento sembró de dificultades los sagrados libros, que El mismo inspiró, para que no sólo nos excitáramos con más intensidad a resolverlos y escudriñarlos, sino también, experimentando saludablemente los límites de nuestro ingenio, nos ejercitáramos en la debida humildad. No es, pues, nada de admirar si de una u otra cuestión no se haya de tener jamás respuesta completamente satisfactoria, siendo así que a veces se trata de cosas oscuras y demasiado lejanamente remotas de nuestro tiempo y de nuestra experiencia, y pudiendo también la exégesis, como las demás disciplinas más graves, tener sus secretos, que, inaccesibles a nuestros entendimientos, no pueden descubrirse con ningún esfuerzo,

29. Con todo, en tal condición de cosas, el intérprete católico, movido por un amor eficaz y esforzado de su ciencia y sinceramente devoto a la santa Madre Iglesia, por nada debe cejar en su empeño de emprender una y otra vez las cuestiones difíciles no desenmarañadas todavía, no solamente para refutar lo que opongan los adversarios, sino para esforzarse en hallar una explicación sólida que, de una parte, concuerde fielmente con la doctrina de la Iglesia y expresamente con lo por ella enseñado acerca de la inmunidad de todo error en la Sagrada Escritura, y de otra satisfaga también debidamente a las conclusiones ciertas de las disciplinas profanas. Y por lo que hace a los conatos de estos esforzados operarios de la viña del Señor, recuerden todos los demás hijos de la Iglesia que no sólo se han de juzgar con equidad y justicia, sino también con suma caridad; los cuales, a la verdad, deben estar alejados de aquel espíritu poco prudente con el que se juzga que todo lo nuevo, por el solo hecho de serlo, deba ser impugnado o tenerse por sospechoso.

30. Porque tengan, en primer término, ante los ojos que en las normas y leyes dadas por la Iglesia se trata de la doctrina de fe y costumbres, y que entre las muchas cosas que en los sagrados libros, legales, históricos, sapienciales y proféticos, se proponen, son solamente pocas aquellas cuyo sentido haya sido declarado por la autoridad de la Iglesia, ni son muchas aquellas sobre las que haya unánime consentimiento de los Padres. Quedan, pues, muchas, y ellas muy graves, en cuyo examen y exposición se puede y debe libremente ejercitar la agudeza y el ingenio de los intérpretes católicos, a fin de que cada uno, conforme a sus fuerzas, contribuya a la utilidad de todos, al adelanto cada día mayor de la doctrina sagrada y a la defensa y honor de la Iglesia. Esta verdadera libertad de los hijos de Dios, que retenga fielmente la doctrina de la Iglesia y, como don de Dios, reciba con gratitud y emplee todo cuanto aportare la ciencia profana, levantada y sustentada, eso sí, por el empeño de todos, es condición y fuente de todo fruto sincero y de todo sólido adelanto en la ciencia católica, como preclaramente lo amonesta nuestro antecesor, de feliz recordación, León XIII cuando dice: “Si no es con la conformidad de los ánimos y establecidos en firme los principios, no será posible esperar, de los esfuerzos aislados de muchos, grandes frutos en esta ciencia”[31].

31. Quien considerare aquellos enormes trabajos que la exégesis católica se ha echado sobre sí por casi dos mil años, para que la palabra de Dios concedida a los hombres por las Sagradas Letras se entienda cada día con más profundidad y perfección y sea más ardientemente amada, fácilmente se persuadirá de que a los fieles de Cristo, y sobre todo a los sacerdotes, incumbe la grave obligación de servirse abundante y santamente de este tesoro, acumulado durante tantos siglos por los más excelsos ingenios. Porque los sagrados libros no se los dio Dios a los hombres para satisfacer su curiosidad o para suministrarles materia de estudio e investigación, sino, como lo advierte el Apóstol, para que estos divinos oráculos nos pudieran instruir para la salud por la fe que es en Cristo Jesús y a fin de que el hombre de Dios fuese perfecto y estuviese apercibido para toda obra buena (cf. 2Tim 3, 15,17). Los sacerdotes, pues, a quienes está encomendado el cuidado de la eterna salvación de los fieles, después de haber indagado ellos con diligente estudio las sagradas páginas y habérselas hecho suyas con la oración y meditación, expongan cuidadosamente estas soberanas riquezas de la divina palabra en sermones, homilías y exhortaciones; confirmen asimismo la doctrina cristiana con sentencias tomadas de los sagrados libros, ilústrenla con preclaros ejemplos de la historia sagrada, y expresamente del Evangelio de Cristo Nuestro Señor, y todo esto evitando con cuidado y diligencia aquellas acomodaciones propias del capricho individual y sacadas de cosas muy ajenas al caso, lo cual no es uso, sino abuso de la divina palabra —expónganlo con tanta elocuencia, con tanta distinción y claridad, que los fieles no sólo se muevan y se inflamen a poner en buen orden su vida, sino que conciban también en sus ánimos suma veneración a la Sagrada Escritura. Por lo demás, esta veneración procúrenla aumentar más y más cada día los sagrados prelados en los fieles encomendados a ellos, dando auge a todas aquellas empresas con las que varones llenos de espíritu apostólico se esfuerzan loablemente en excitar y fomentar entre los católicos el conocimiento y amor de los sagrados libros. Favorezcan, pues, y presten su auxilio a todas aquellas pías asociaciones que tengan por fin editar y difundir, entre los fieles, ejemplares impresos de las Sagradas Escrituras, principalmente de los Evangelios, y procurar con todo empeño que en las familias cristianas se tenga ordenada y santamente cotidiana lectura de ellas: recomienden eficazmente la Sagrada Escritura, traducida en la actualidad a las lenguas vulgares con aprobación de la autoridad de la Iglesia, ya de palabra, ya con el uso práctico, cuando lo permiten las leyes de la liturgia; y o tengan ellos, o procuren que las tengan otros sagrados oradores de gran pericia, disertaciones o lecciones de asuntos bíblicos. Y por lo que atañe a las revistas que periódicamente se editan en varias partes del mundo con tanta loa y tantos frutos de estas investigaciones, o al ministerio sagrado o a la utilidad de los fieles, todos los sagrados ministros préstenles su ayuda, según sus fuerzas, y divúlguenlos oportunamente entre los varios grupos y clases de su grey. Y los mismos sacerdotes en general estén persuadidos de que todas estas cosas, y todas las demás por el estilo que el celo apostólico y el sincero amor de la divina palabra inventare a propósito para este designio, han de serles un eficaz auxiliar en el cuidado de las almas.

32. Pero a nadie se le esconde que todo esto no pueden los sacerdotes llevarlo a cabo debidamente si primero ellos mismos, mientras permanecieron en los seminarios, no bebieron este activo y perenne amor de la Sagrada Escritura. Por lo cual, los sagrados prelados, sobre quienes pesa el paternal cuidado de sus seminarios, vigilen con diligencia para que también en este punto nada se omita que pueda ayudar a la consecución de este fin. Y los maestros de Sagrada Escritura de tal manera lleven a cabo en los seminarios la enseñanza bíblica, que armen a los jóvenes que han de formarse para el sacerdocio y para el ministerio de la divina palabra con aquel conocimiento de las divinas Letras y los imbuyan en aquel amor hacia ellas sin los cuales no se pueden obtener abundantes frutos de apostolado. Por lo cual la exposición exegética atienda principalmente a la parte teológica, evitando las disputas inútiles y omitiendo aquellas cosas que nutren más la curiosidad que la verdadera doctrina y piedad sólida; propongan el sentido llamado literal y, sobre todo, el teológico con tanta solidez, explíquenlo con tal competencia e incúlquenlo con tal ardor, que en cierto modo sus alumnos experimenten lo que los discípulos de Jesucristo que iban a Emaús, los cuales, después de oídas las palabras del Maestro, exclamaron: ¿No es cierto que nuestro corazón se abrasaba dentro de nosotros mientras nos descubría las Escrituras? (Lc 24, 32). De este modo, las divinas Letras sean para los futuros sacerdotes de la Iglesia, por un lado fuente pura y perenne de la vida espiritual de cada uno, y por otro, alimento y fuerza del sagrado cargo de predicar que han de tomar a su cuenta. Y, a la verdad, si esto llegaren a conseguir los profesores de esta gravísima asignatura en los seminarios, persuádanse con alegría que han contribuido en sumo grado a la salud de las almas, al adelanto de la causa católica, al honor y gloria de Dios, y que han llevado a término una obra la más íntimamente unida con el ministerio apostólico.

33. Estas cosas que hemos dicho, venerables hermanos y amados hijos, si bien en todas las épocas son necesarias, urgen, sin duda, mucho más en nuestros luctuosos tiempos, mientras los pueblos y las naciones casi todas se sumergen en un piélago de calamidades, mientras la gigantesca guerra acumula ruinas sobre ruinas y muertes sobre muertes, y mientras, excitados mutuamente los odios acerbísimos de los pueblos, vemos con sumo dolor que en no pocos se extingue no sólo el sentido de la cristiana benignidad y caridad, sino aun el de la misma humanidad. Ahora bien a estas mortífera heridas de las relaciones humanas, ¿quién otro puede poner remedio sino Aquel a quien el Príncipe de los Apóstoles, lleno de amor y de confianza, invoca con estas frases: Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna (Jn 6,69). Es, pues, necesario reducir a todos y con todas las tuerzas a este misericordiosísimo Redentor nuestro; porque Él es el divino consolador de todos los afligidos; El es quien a todos —sea que presidan con pública autoridad, sea que estén sujetos con el deber de obediencia y sumisión— enseña la probidad digna de este nombre, la justicia integral y la caridad generosa; Él es, finalmente, y sólo Él, quien puede ser firme fundamento y sostén de la paz y de la tranquilidad. Porque nadie puede poner otro fundamento fuera del puesto, que es Cristo Jesús (1Cor 3,11). Y a este Cristo, autor de la salud, tanto más plenamente le conocerán los hombres, tanto más intensamente le amarán, tanto más fielmente le imitarán cuanto con más afición se sientan movidos al conocimiento y meditación de las Sagradas Letras, especialmente del Nuevo Testamento. Porque, como dijo el Estridonés, “ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo” [32], y “si algo hay que en esta vida interese al hombre sabio y le persuada a permanecer con igualdad de ánimo entre los aprietos y torbellinos del mundo, creo que más que nada es la meditación y ciencia de las Escrituras” [33]. Porque de aquí sacarán los que se ven fatigados y oprimidos con adversidades y ruinas verdadero consuelo y divina virtud para padecer, para aguantar; aquí, en lo santos Evangelios, se presenta a todo Cristo, sumo y perfecto ejemplar de justicia, caridad y misericordia; y al género humano, desgarrado y trepidante, le están abiertas las fuentes de aquella divina gracia; postergada la cual y dejada a un lado, no podrán los pueblos ni los directores de los pueblos iniciar ni establecer ninguna tranquilidad de situación ni concordia de los ánimos; allí, finalmente. aprenderán todos a Cristo, que es la cabeza de todo principado y potestad (Col 2,10) y que fue hecho para nosotros por Dios sabiduría y justicia y santificación y redención (1Cor 1,30).

* * *

34. Expuestas, pues, y recomendadas aquellas cosas que tocan a la adaptación de los estudios de las Sagradas Escrituras a las necesidades de hoy, resta ya, venerables hermanos y amados hijos, que a todos y cada uno de aquellos cultivadores de la Biblia que son devotos hijos de la Iglesia y obedecen fielmente a su doctrina y normas, no sólo les felicitemos con ánimo paternal por haber sido elegidos y llamados a cargo tan excelso, sino que también les demos nuevo aliento para que continúen en cumplir con fuerzas cada día renovadas, con todo empeño y con todo cuidado la obra felizmente comenzada. Excelso cargo, decimos. ¿Qué hay, en efecto, más sublime que escudriñar, explicar, proponer a los fieles, defender contra los infieles la misma palabra de Dios, dada a los hombres por inspiración del Espíritu Santo? Se apacienta y nutre con este alimento espiritual el mismo espíritu del intérprete “para recuerdo de la fe, para consuelo de la esperanza, para exhortación de la caridad” [34]. “Vivir entre estas ocupaciones, meditar estas cosas, no conocer, no buscar nada más, ¿no os parece que es un goce anticipado en la tierra del reino celeste?” [35]. Apaciéntense también con este mismo manjar las mentes de los fieles, para sacar de él conocimiento y amor de Dios y el propio aprovechamiento y felicidad de sus almas. Entréguense, pues, de todo corazón a este negocio los expositores de la divina palabra. “Oren para entender” [36], trabajen para penetrar cada día con más profundidad en los secretos de las sagradas páginas; enseñen y prediquen, para abrir también a otros los tesoros de la palabra de Dios. Lo que en los siglos pretéritos llevaron a cabo con gran fruto aquellos preclaros intérpretes de la Sagrada Escritura, emúlenlo también, según sus fuerzas, los intérpretes del día, de tal manera que, como en los pasados tiempos, así también al presente tenga la Iglesia eximios doctores en exponer las divinas Letras; y los fieles de Cristo, gracias al trabajo y esfuerzo de ellos, perciban toda la luz, fuerza persuasiva y alegría de las Sagradas Escrituras. Y en este empleo, arduo en verdad y grave, tengan también ellos por consuelo los santos libros (1 Mac 12,9) y acuérdense de la retribución que les espera: toda vez que aquellos que hubieren sido sabios brillarán como la luz del firmamento, y los que enseñan a muchos la justicia, como estrellas por toda la eternidad (Dan 12,3).

35. Entretanto, mientras a todos los hijos de la Iglesia, y expresamente a los profesores de la ciencia bíblica, al clero joven y a los sagrados oradores ardientemente les deseamos que, meditando continuamente los oráculos de Dios, gusten cuán bueno y suave es el espíritu del Señor (cf. Sab 12,1) a vosotros todos y a cada uno en particular, venerables hermanos y amados hijos, como prenda de los dones celestes y testimonio de nuestra paterna benevolencia, os impartimos de todo corazón en el Señor la bendición apostólica.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 30 del mes de septiembre, en la Festividad de San Jerónimo, Doctor Máximo en exponer las Sagradas Escrituras, el año 1943, quinto de nuestro pontificado.

PÍO PP. XII

Notas

[1] Ses.4 decr.l, en Ench. Bibl. n.45.

[2] Ses.3 c.2, en Ench. Bibl. n.62.

[3] Sermo ad alumnos Seminariorum… in Urbe (die 24 iunii 1939): AAS 31 (1939) 245-251.

[4] Cf. q.70 a.l ad 3.

[5] De Gen. ad lilt. 2,9,20: PL 34,270s; CSEL 28 (sect.3 p.2.’) p.46.

[6] Leonis XIII Acta XIII p.355 en Ench. Bibl. n.106.

[7]. Cf. Benedictus XV, enc. Spiritus Paraclitus: ASS 12 (1920) 396; Ench. Bibl. n.471.

[8] Leonis XIII Acta XIII p.357s; Ench. Bib1. n.109s.

[9] Cf. Leonis XIII Acta XIII p.328; Ench. Bibi. n.678.

[10] Litt. apost. Hierosolymae in coenobio d. d. 17 sept. 1892; Leonis XIII Acta XII p.239-241 v. p.240.

[11] Cf. Leonis XIII Acta XXII p.232ss; Ench. Bibl. n.130-141; v. n.130-132.

[12] Pontificiae Commissionis de Re biblica Litterae ad Excmos. PP. DD. Archiepiscopos et Episcopos Italiae, d. d. 20 aug. 1941: AAS 33 (1941) 465-472.

[13] Litt. apost. Scripturae Sanctae, d. d. 23 feb.. 1904; Pii X Acta I p 176-179; Ench. Bibl. n. 142-150; v. n.143-144.

[14] Cf. Litt. apost. Quoniam in re biblica, d. cl. 27 mart. 1906; Pii X Acta III p.72.76: Ench. Bibl. n.155-173; v n.155

[15] Litt. apost. Vinea electa, d. d.7 maii 1909: ASS 1 {1909) 147-449; Ench..Bibl. n. 293 306; v. 296 et 294.

[16] Cf. motu proprio Bibliorum scientia, d. d. 27 aprilis 1924: AAS 16 (1924) 180-182; Ench. Bibl. n.518-525.

[17] Epistula ad Revmum. D. Aidanum Gasquet, d. ti. 3 dec. 1907; Pii X Acta IV p.117.119; Ench. Bibl. n.285s.

[18] Const.. apost. Inter praecipuas, d. d.15 iun.1933: AAS 26 (1934) 85-87.

[19] Epist. ad Emum. Card. Cassetta Qui piam, d. d. 21 ian. 1907; Pii X Acta IV p.23-25.

[20] Litt. encicl. Spiritus Paraclitus, d. d. 15 sept. 1920: AAS 12 (1920) 385-422; Ench. Bibl. n.457 495 497 491

[21] Cf. ex. gr. S. Hieron:., Praef. in IV Evang. ad Damasum: PL 29,526-527; S. August., De doctr. christ. II 16: PL 34,42-43.

[22] De doct. christ. II 1: PL 34,36.

[23] Decr. de ediotione et usu Sacrorum Librorum; Conc. Trid. ed. Soc Goerres, t.5 p.91s.

[24] Ib., t. 10 p. 471; cf. t.5 p. 29.59.65; t.10 p.446s.

[25] Leonis XIII Acta XIII p. 345-346: Ench. Bibli. n.94-96

[26] Cf. Benedictus XV, Enc. Spiritus Paraclitus: AAS 12 (1920) 390; Ench. Bibl. n. 461.

[27] Contra Arianos I 54: PG 26,123.

[28] Comment. ad Hebr. c.1 lect.4.

[29] Cf. v. gr. In Gen. 1,4 (PG 53,34,35); In Gen. 2, 21 (PG 53,121); In Gen.  3,8 (PG 53,135); Hom. 15 in Io. ad 1, 18 (PG 56,97s)

[30] Cf. S. August., Epist. 149 ad Paulinum, n. 34 (PL 33,644); De diversis quaestionibus q. 53 n. 2 (PL 33,36); Enarr. in Ps. 146 n. 12 (PL 37, 1907)

[31] Litt. apost. Vigilantiae; Leonis XIII Acta XXII p.237: Ench. Bibl. n.130

[32] S. Hieronymus, In Isaiam, prologus: PL 24,17.

[33] Id. In Ephesios, prol. : PL 26,439.

[34] Cf. S. Aug., Contra Faustum XIII 18: PL 42,294; CSEL XXV p. 400.

[35] S. Hieron., Ep. 53,10: PL 22,549; CSEL LIV p. 643.

[36] S. Aug., De doctr. christ. III 56: PL 34,38.

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