CARTA ENCÍCLICA
ACERBA ANIMI
DEL SUMO PONTÍFICE
PÍO XI
SOBRE LA PERSECUCIÓN DE LA IGLESIA DE MÉXICO
A NUESTROS VENERABLES HERMANOS DE MÉXICO,
ARZOBISPOS, OBISPOS, Y ORDINARIOS,
EN PAZ Y COMUNIÓN CON LA SEDE APOSTÓLICA
1. Introducción. Preferente preocupación por México.
La acerba angustia espiritual que Nos oprime el ánimo por la tristísima situación de la Humanidad en las presentes circunstancias no debilita la especial preocupación que en gran manera sentimos ora por los queridos hijos de la nación mexicana, ora principalmente por vosotros, Venerables Hermanos, dignísimos de Nuestros cuidados paternales, puesto que hace tanto tiempo sois víctimas de tan acérrimas persecuciones.
2. Recuerdo del pasado.
De ahí que desde que comenzó Nuestro Pontificado, siguiendo las huellas de Nuestro inmediato Predecesor, por todos los medios y con todo interés Nos hemos esforzado a fin de que los que llaman preceptos, “constitucionales” no se llevaren funestamente a la práctica; los cuales preceptos, puesto que atacaban a los derechos primarios e inmutables de la Iglesia, no pudimos menos de condenarlos y reprobarlos repetidas veces, cuando la ocasión se presentaba, y precisamente por ello Nos placía que no dejara de haber un Legado Nuestro en vuestra República.
Agravios a la Santa Sede.
Y si últimamente a la mayoría de los jefes de los demás Estados se les ha visto reanudar con nuevo interés amistosas relaciones diplomáticas con la Sede Apostólica, en cambio, los gobernantes de la República Mexicana no sólo se han empleado en cerrar toda vía de transacción para una conciliación mutua, sino que, aun infringiendo y violando las promesas dadas hacía poco por escrito, contra lo que todos esperaban y demostrando, por tanto, suficientemente cuáles eran sus opiniones y propósitos con la Iglesia, más de una vez expulsaron a Nuestros Legados. De este modo, pues, se llegó a aplicar durísimamente el capítulo 130 de la ley a que dan el nombre de “Constitución”; ley contra la cual, detestándola y lamentándola, reclamamos solemnemente en la Carta Encíclica Iniquis afflictisque, de 18 de noviembre de 1926, como sumamente contraria a la Religión Católica.
Restricción para los sacerdotes.
Asimismo, se han promulgado gravísimas penas contra aquellos que infringieron ese capítulo de tal ley, y con nueva e injusta ofensa a la Jerarquía eclesiástica se ha procurado que los sacerdotes que particularmente tuviesen permiso para ejercer públicamente su sagrado ministerio, en modo alguno pasen de un determinado número que señalarán los legisladores de cada uno de los Estados.
Firmeza de los obispos y su expatriación.
Al crearse injusta e intolerantemente esta situación, que somete a la Iglesia de México a la autoridad civil y al arbitrio de unos gobernantes hostiles a la Religión Católica, Vosotros, Venerables Hermanos, decretasteis que se interrumpieran públicamente los servicios del culto divino; y al mismo tiempo obligasteis en cierto modo a todos los fieles cristianos para que eficazmente reclamasen contra semejantes incalificables disposiciones. Mas por vuestra apostólica fortaleza de ánimo y constancia, expatriados casi todos vosotros, habéis admirado desterrados, y como si lo contemplaseis de lejos, las santas luchas y martirio de vuestro clero y grey; y en cuanto a aquellos de vosotros —poquísimos en número— que pudieron casi prodigiosamente permanecer ocultos en sus respectivas diócesis, no poco consuelo y esfuerzo han dado al pueblo cristiano con el ejemplo de su nobilísima firmeza.
Elogio anterior y exhortación presente a la firmeza.
Sobre estas cosas Nos hemos hablado en alocuciones y discursos pronunciados, y más detenida y claramente en la Carta Encíclica Iniquis afflictisque que antes citamos, congratulándonos principalmente de que la egregia conducta del clero —cuando administraba los Sacramentos a los fieles no sin peligro de la propia vida— y los hechos heroicos de muchos seglares —cuando con increíbles y nunca oídos trabajos sufridos con fortaleza, y cuando con gran detrimento de sus bienes, gustosamente han acudido en auxilio de los sagrados ministros con esplendidez— han producido profunda admiración en todo el orbe de la tierra.
Y entre tanto, no hemos querido faltar a Nuestro deber dejando de excitar con consejos verbales y escritos a los sacerdotes y fieles de Cristo, a fin de que con proceder cristiano resistan según sus fuerzas a las leyes inicuas, exhortándoles asimismo para que de tal modo aplaquen con oraciones y penitencias la justicia de la sempiterna Deidad, que cuanto antes el providentísimo y misericordiosísimo Dios se sirva benignamente dar alivio y fin a estas persecuciones.
La acción papal: Oraciones, colectas y buenos oficios.
Ni hemos dejado de procurar que Nuestros hijos de todo el mundo, uniendo con Nos sus oraciones, pidan por sus hermanos mexicanos tan indignamente tratados; a la cual invitación Nuestra respondieron con admirable entusiasmo.
Es más, ni hemos descuidado los procedimientos humanos que en Nuestra mano han estado para poder proporcionar algún alivio a Nuestros queridos hijos, puesto que ora hemos exhortado instantemente a todo el orbe católico para que a los afligidos hermanos de la Iglesia mexicana se les auxiliase aun con una colecta; ora hemos conjurado una y otra vez a los mismos jefes supremos de las Naciones con las que Nos unen lazos de amistad para que no se negasen a considerar la anormal y gravísima situación de tantos, fieles cristianos.
Gestiones de pacificación y levantamiento del entredicho. Las razones.
Ahora bien: los que gobiernan el Estado mexicano, como tan gran muchedumbre de ciudadanos perseguidos no desistiese de resistir valerosa y generosamente para de algún modo salir de la peligrosa situación, que no podían según sus deseos dominar y vencer, manifestaron claramente que no se oponían al propósito de llegar a un arreglo de todo el asunto, después de oír las opiniones de una y otra parte. Así, pues, aunque desgraciadamente Nos conocíamos por experiencia que no había seguridad en dar fe a semejantes promesas, sin embargo, juzgamos que debíamos considerar si era o no oportuno que públicamente continuase la suspensión de los sagrados ritos religiosos. La cual suspensión, si resultaba una eficacísima reclamación contra el capricho de los gobernantes de la República, sin embargo, prolongada por más tiempo, hubiese podido perjudicar a la esfera de todo lo civil y religioso; además, lo que es más importante, esta suspensión, según Nos habían hecho presente no pocos autores de la mayor autoridad, causaba no poco daño a los fieles cristianos, los cuales privados de muchos auxilios espirituales necesarios para la vida cristiana y obligados con frecuencia a abandonar el cumplimiento de sus propios deberes religiosos, en este trance poco a poco eran llevados a apartarse del sacerdocio católico, y por tanto a separarse de sus beneficios sobrenaturales. Añádase a esto que, como los Obispos se hallaban hacía tanto tiempo alejados de sus respectivas diócesis, no podía esto menos de contribuir a la relajación y debilitación de la disciplina eclesiástica; lo cual era tanto más doloroso, cuanto que en tan gran disgregación de la Iglesia mexicana el pueblo cristiano y los sacerdotes necesitaban en sumo grado de la dirección y gobierno de los que el Espíritu Santo puso como Obispos para regir a la Iglesia de Dios (Act 20, 28).
3. Esperanzas fallidas.
Por consiguiente, cuando en el año 1929 el presidente de la República mexicana declaró públicamente que no era su propósito destruir la “identidad de la Iglesia” con la aplicación de las citadas leyes, ni menospreciar la Jerarquía Eclesiástica, Nos, teniendo en cuenta solamente la salvación de las almas, juzgamos que de ningún modo se había de renunciar a este o cualquier otro medio de reintegrar a su dignidad la Jerarquía. Es más, aún consideramos que debíamos pensar si sería oportuno, puesto que brillaba alguna esperanza de remediar males más graves y puesto que parecían alejarse aquellas causas principales que movieron a los Obispos a juzgar que los servicios públicos del culto divino debían suspenderse, renovarlos por el momento. Con lo cual no era ciertamente Nuestra intención ni aprobar las leyes mexicanas contra la Religión, ni de tal modo retractarnos de las reclamaciones hechas en contra de las mismas, que decretásemos no haber ya por qué se resistiese y atacase a dichas leyes todo lo posible. Se trataba solamente de lo siguiente: de que, puesto que los gobernantes de la República daban a entender que abrazaban propósitos distintos, parecía esto exigir el que se suspendieran aquellos procedimientos de resistencia que más bien pudieran resultar perjudiciales al pueblo cristiano, y que se adoptasen otros en realidad más oportunos.
Viola el Estado mexicano las estipulaciones.
Más, de todos es sabido que la tan esperada paz y conciliación no respondió a Nuestros deseos y votos. Porque, violadas palpablemente las condiciones estipuladas en la conciliación, de nuevo se encarnizaron con los Obispos, sacerdotes y fieles cristianos, castigándolos con penas y cárceles; y con la mayor tristeza vimos que no sólo no se llamaba del destierro a todos los Obispos, sino que más bien aun de aquellos que gozaban del beneficio de seguir en la patria, algunos, con desprecio de las cláusulas legales, eran expulsados de sus confines; que en no pocas diócesis los templos, los seminarios, los palacios episcopales y demás edificios sagrados no habían sido en modo alguno dedicados de nuevo a su uso propio; finalmente, que, con desprecio de las indubitables promesas hechas, muchos clérigos y seglares que habían defendido valientemente la fe de sus mayores eran entregados a la envidia y odio disimulado de sus enemigos.
Calumnias.
Además, no bien cesó la suspensión pública del culto divino, sobrevino y se generalizó una acérrima campaña de calumnias por parte de los editores contra los sagrados ministros, contra la Iglesia y contra el mismo Dios, y todos saben que la Sede Apostólica creyó era deber suyo reprobar y proscribir una de esas publicaciones que por su más criminal impiedad y por su manifiesto propósito de concitar por medio de calumnias el odio contra la Religión, había radicalmente sobrepasado toda clase de límites.
Escuelas y la enseñanza religiosa.
Únese a esto que no sólo en las escuelas donde se enseñan los elementos del saber prohíbe la ley que se expliquen los preceptos de la doctrina católica, sino que aun a menudo se incita en ellas a los que tienen el cargo de educar a la niñez a que se esfuercen en formar las almas de los jóvenes en los errores y disolventes costumbres de la impiedad; lo que causa no pequeño perjuicio a los padres cristianos si quieren poner buen recaudo la inocencia completa de su respectiva prole. Sobre lo cual, así como bendecimos desde el fondo del alma a estos padres y madres de familia e igualmente a los profesores y maestros que celosamente los auxilian en este asunto, así también exhortamos insistentemente en el Señor a vosotros, Venerables Hermanos, a uno y otro clero y a todos los fieles cristianos para que no dejéis de preocuparos, según sea posible, de la cuestión de las escuelas y de la educación de la juventud, teniendo principalmente presente a la masa del pueblo, la cual, estando más en contacto con la doctrina tan amplísimamente propagada de los ateos, masones y comunistas, necesita más de vuestro celo apostólico. Y estad persuadidos de que vuestra patria será sin duda, en lo futuro, tal como, educando debidamente a los jóvenes, la hayáis hecho vosotros.
Lucha contra el clero. Numerus clausus. Modus vivendi.
Y se ha luchado rudísimamente contra el punto de mayor importancia del que dimana la vida misma de toda la Iglesia, a saber: contra el Clero, contra la Jerarquía católica, con el designio precisamente de que poco a poco desaparezca del seno de la República. Pues aunque proclame la Constitución del Estado mexicano que los ciudadanos tienen la libre facultad de opinar lo que quieran, de pensar y creer lo que gusten; sin embargo —como frecuentemente, cuando la ocasión se ha presentado, lo hemos lamentado—, con manifiesta discrepancia y contradicción dispone que cada uno de los Estados federados de la República señalen y designen un número fijo de sacerdotes, a los que se permita ejercer su ministerio y administrarlo al pueblo, no sólo en los templos, sino a domicilio y en el recinto de las casas. Lo cual resulta tanto más gravemente un enorme crimen por los procedimientos y maneras como se está aplicando esta ley. Porque si la Constitución manda que los sacerdotes no pasen de cierto número, prevé, sin embargo, que no vayan a ser insuficientes en cada región para las necesidades del pueblo católico; y en modo alguno prescribe que en este asunto se desprecie a la Jerarquía eclesiástica; lo cual, por lo demás, se reconoce y comprueba paladina e indiscutiblemente en el Pacto que se llama modus vivendi. Ahora bien, en el Estado de Michoacán se ha decretado que sólo haya un sacerdote para 33.000 fieles cristianos; en el de Chihuahua, uno para 45.000; en el de Chiapas, uno para 60.000, y finalmente, en el de Veracruz uno sólo para 100.000. Con todo, no hay quien no vea que de ningún modo se puede, con semejantes restricciones, administrar los Sacramentos al pueblo cristiano, que de ordinario vive en dilatadísimas regiones. Y, sin embargo, los perseguidores, como arrepentidos de su excesiva condescendencia, han impuesto cada vez más restricciones: no pocos seminarios cerrados por algunas autoridades de los Estados, casas parroquiales nacionalizadas y en muchos lugares se han señalado los templos en los que únicamente, ni más allá de los límites del territorio que se determina, puedan los sacerdotes, aprobados por la autoridad civil, celebrar el culto divino.
Persecución de la Jerarquía.
Ahora bien, lo que las autoridades de algunos Estados han ordenado: que cuando los eclesiásticos usen de su facultad de ejercer su ministerio no tienen los empleados públicos que guardar respeto alguno a ninguna Jerarquía; es más: que a todos los Prelados, esto es, a los Obispos y aun a los que ostenten el cargo de Delegado Apostólico se les prohíbe completamente esa facultad, pone patentemente de manifiesto que quieren destruir y arrasar la Iglesia católica.
Brevemente hemos querido hasta aquí recordar, recorriendo sus principales aspectos, la durísima situación de la Iglesia mexicana, para que todos aquellos que se interesan por el buen régimen y paz de los pueblos, considerando que esta persecución, en absoluto incalificable, no se diferencia mucho, sobre todo en algunos Estados, de la que se ensaña en las horribilísimas regiones de Rusia, reciban de esta abominable conjura nuevo entusiasmo con que se opongan como dique a ese fuego devastador de todo orden social.
4. Reglas prácticas que se dieron anteriormente por la Secretaría de Estado.
Así también deseamos daros testimonio una vez más a vosotros, Venerables Hermanos, y a los hijos queridos de la nación mexicana, de Nuestro paternal interés, con el que os seguimos con la vista a vosotros todos aquejados con penas; de este interés Nuestro precisamente emanaron aquellas normas que dimos por conducto de Nuestro querido Hijo el Cardenal Secretario de Estado, en el pasado mes de enero, y que igualmente os comunicamos por medio de Nuestro Delegado Apostólico. Porque como se trata de un asunto íntimo relacionado con la Religión, tenemos ciertamente el derecho y el deber de decretar unos procedimientos y normas más adecuadas, que todos quienes se glorían del nombre de católicos no pueden menos de obedecer.
Sanciones eclesiásticas mitigadas.
Y justo es que aquí Nos declaremos claramente que con atención penetrante y quieta inteligencia hemos meditado todos aquellos avisos y consejos que ya la Jerarquía eclesiástica, ya los seglares Nos habían enviado; todos, decimos, aun aquellos que parecían pedir se volviera, como antes, en año 1926, a un sistema más severo de resistencia, suspendiendo públicamente de nuevo en toda la República los actos del culto divino.
En lo que se refiere, pues, al modo de proceder, como los sacerdotes no se hallan tan coartados en todos los Estados, ni en todas partes se halla tan abatida la autoridad y dignidad de la Jerarquía eclesiástica, dedúcese de ello que, así como de distinto modo se llevan a la práctica estos infaustos decretos, no debe ser, en manera alguna, semejante la manera de proceder de los fieles de la Iglesia de Cristo.
Elogio de la prudencia.
En lo cual estimamos ser realmente de justicia el honrar con especiales alabanzas a aquellos Obispos mexicanos que, como sabemos por noticias llegadas a Nos, han expuesto con la mayor diligencia las normas repetidamente dadas por Nos, lo que Nos place declarar abiertamente aquí porque si algunos —impulsados por el deseo de defender su propia fe más que por una exquisita prudencia en estos difíciles asuntos— por las diversas maneras de proceder de los Obispos, según las distintas circunstancias locales, han sospechado que había en ellos designios contrarios a los suyos, estén completamente persuadidos de que semejante censura está completamente desprovista de todo fundamento.
Mayor clamor y reclamaciones contra las leyes injustas.
Mas porque cualquiera limitación del número de sacerdotes no puede menos de ser una grave violación de los derechos divinos, es necesario que los Obispos y el grupo restante de clérigos y seglares reclamen combatiendo y reprobando por todos los medios legítimos esta reclamación contra las autoridades públicas, ello, no obstante, convencerá por completo a los cristianos, en especial a los ignorantes, de que las autoridades civiles, con su actuación, pisotean la libertad de la Iglesia, de la que Nos, aunque arrecien los perseguidores no podemos sin duda alguna abdicar.
Por lo cual, así como con gran consuelo espiritual hemos leído varias reclamaciones que han formulado los Obispos y sacerdotes de diócesis, víctimas de estas leyes inicuas, así Nos hemos añadido la Nuestra ante todo el orbe de la tierra, y de un modo especial ante aquellos que llevan los timones de los Estados, para que alguna vez por fin consideren que esta laceración del pueblo mexicano no sólo injuria gravemente a la eterna Deidad —oprimiendo a su Iglesia y a los fieles cristianos vulnerando su fe y conciencia religiosa— sino que aun es una peligrosa causa de esa revolución social por la que con todas sus fuerzas luchan los que niegan y odian a Dios.
Pídase autorización a los poderes públicos para celebrar Misa.
Entre tanto, para que podamos aliviar y según nuestras facultades, poner remedio a estas calamitosas circunstancias, valiéndonos de todos los medios que aún se hallen a mano, es necesario que —conservando en todas partes en cuanto sea posible la celebración del culto divino— no se extinga en el pueblo la luz de la fe y el fuego de la caridad cristiana. Porque, aunque, como dijimos, se trate de impíos decretos que, puesto que se oponen a los santísimos derechos de Dios y de la Iglesia, ha de reprobarlos por tanto la ley divina, sin embargo, no hay duda de que es vano el miedo del que piense que va a colaborar con las autoridades en una acción injusta, si, sufriendo sus vejámenes, les pide autorización para ejercer el sagrado ministerio. Esta errónea opinión y modo de obrar, como de ellas se seguirá en todas partes la suspensión del culto religioso, acarrearía gran perjuicio a toda la grey de fieles cristianos.
Ciertamente hay que advertir que sin duda alguna es ilícito y completamente inmoral aprobar esta ley inicua o espontáneamente prestarle ayuda, lo cual, sin embargo, difiere grandemente de aquel modo de proceder con el que uno se somete contra su voluntad y agrado a estas órdenes indignas, es más, aún se comporta de modo que según sus fuerzas, lucha por disminuir en tal efecto de esos decretos.
Ahora bien, el sacerdote, cuando obligadamente pide a las autoridades públicas el permiso para ejercer los sagrados ministerios —sin el cual no puede celebrar el culto divino —tolera esto sólo a la fuerza para lograr evitar un daño mayor; y realmente no procede de modo distinto del que, despojado de sus bienes, se ve obligado a pedir al que le ha robado autorización para siquiera usar de lo que es suyo.
Esto no constituye la cooperación formal, sino solo material.
Y aparte de esto, cualquier apariencia de “cooperar”, como se dice, “formalmente”, y de aprobar la ley, se disipa ante las solemnes y enérgicas reclamaciones hechas no sólo por la Sede Apostólica, sino aun por los Obispos y pueblo de la República mexicana. Añádase a esto la prudente costumbre seguida por los sacerdotes, garantizada con oportunas cautelas, de pedir, aunque forzadamente, a las autoridades del Estado permiso para ejercer libremente su sagrado ministerio, a pesar de que se hallan canónicamente instituidos para ello por mandato de los Obispos; porque en estas circunstancias no aprueban la ley, no prestan su asentimiento a lo mandado, sino que se someten a los inicuos decretos tan sólo “materialmente”, como se dice, con el fin de suprimir el obstáculo que les impide celebrar el culto sagrado, sin quitar el cual se prohibirá el culto divino, con grandísimo daño a las almas. Enteramente del mismo modo los sagrados ministros, como es sabido, en los primeros tiempos de la Iglesia católica, pedían, aun pagando por ello una exacción, permiso para visitar a los mártires presos en las cárceles a fin de administrarles los Sacramentos; con lo cual, sin embargo, nadie que estuviese en su sano juicio pensó jamás que ellos cohonestaban y aprobaban de alguna manera la conducta de los perseguidores.
Doctrina segura.
Esta es la doctrina completamente cierta y segura de la Iglesia Católica, la cual si, al aplicarla en la práctica, indujere a algunos a cierto equivocado escándalo, tendréis la obligación, Venerables Hermanos, de explicarles cuidadosa y ampliamente la solución que hemos propuesto. Y si alguien, aun después de que fuese explicada por vosotros Nuestra intención, perseverare pertinazmente aún en esa falsa opinión, sepa, pues, que no evitará la nota de contumacia y obstinación.
5. Valentía y caridad.
Procedan, pues, todos bien animados con este freno de la obediencia y unanimidad de opiniones, lo que Nos más de una vez con íntima satisfacción del alma hemos alabado en el clero; y, depuestas las dudas y vacilaciones que surgieron inquietantemente desde el comienzo de la persecución, desarrollen los sacerdotes su más eficaz labor apostólica propia, después de pesar su decisión de sufrir valientemente cualquier cosa, sobre todo con los jóvenes y las clases populares. Igualmente esfuércense en infundir sentimientos de equidad, concordia y caridad a los que atacan a la Iglesia porque no la conocen suficientemente.
Recomendación de la Acción Católica.
Sobre lo cual no podemos dejar de recomendar lo que, como sabéis, llevamos en las niñas de los ojos, a saber: que en todas partes se funde y cada día tenga mayor incremento la Acción Católica, conforme a aquellas normas que dimos por conducto de nuestro Delegado Apostólico. Sabemos que el comenzarla es dificilísimo, sobre todo el principio, y en estas circunstancias; sabemos que no siempre se alcanzan los frutos deseados rápidamente; pero sabemos que esto es necesario y más eficaz que toda otra manera de proceder, según ha dado a conocer la experiencia de aquellas naciones que salieron de la crisis de semejantes calamidades.
Unión a la Jerarquía y la Iglesia.
Además, aconsejamos insistentemente a los hijos queridos del pueblo mexicano aquella estrechísima unión en el Señor en que se distinguen con la Madre Iglesia, e igualmente con su Jerarquía, fuentes de la gracia divina y de la virtud cristiana; aprendan diligentemente la doctrina de la Religión; imploren del Padre de las misericordias paz y prosperidad para su desgraciada patria, y consideren como un honor y un deber personal el prestar su ayuda a los sagrados ministros en las filas de la Acción Católica.
Elogio al heroísmo demostrado.
Con amplísimas alabanzas honramos, pues, a aquellos, tanto de uno y otro clero como seglares, que movidos de un encendido amor a la Religión y obedientes a esta Sede Apostólica, realizaron actos dignísimos de ser recordados, que habrían de inscribirse en los fastos modernos de la Iglesia mexicana, y los conjuramos instantemente en el Señor para que no desistan de dedicarse a defender con todas sus fuerzas los sacrosantos derechos de la Iglesia, con aquella paciencia que han tenido en los sufrimientos y trabajos de la que hasta ahora han dado nobilísimos ejemplos.
Expresión de simpatía a los Obispos que sufren.
Pero no podemos terminar esta Carta Encíclica sin que dirijamos Nuestros pensamientos de un modo especial a vosotros, Venerables Hermanos, fieles intérpretes de Nuestra mente, y os confesamos que tanto más unidos estamos con vosotros y lo experimentamos, cuanto más duras calamidades sufrís en el ejercicio del ministerio apostólico; y tenemos por cierto, que puesto que sabéis que estáis unidos espiritualmente al Vicario de Jesucristo, sacáis de ello consuelo y ánimo, para que con mayor alegría perseveréis en la tan ardua y santísima labor con la que llevéis a la grey que se os ha confiado al puerto de la eterna salvación.
Bendición Apostólica.
Mas para que os acompañe siempre el auxilio de la divina gracia y os aliente la divina misericordia, con pródigo amor paterno os damos, Venerables Hermanos y queridos Hijos, la Bendición Apostólica, prenda de dones celestiales.
Dado en Roma, en San Pedro, el día 29 del mes de septiembre, Dedicación del Arcángel San Miguel, del año 1932, decimoprimero de Nuestro Pontificado.
PIO PP. XI