9 de octubre
San Dionisio y sus compañeros, mártires
(† 96)
El divino teólogo san Dionisio Areopagita, fue natural de Atenas, ciudad principalísima de Grecia, y nació de padres ilustres, ocho o nueve años después del nacimiento del Salvador. Estudió la filosofía y astronomía en aquella célebre universidad de Atenas a donde concurrían de todas partes los mayores ingenios, y para perfeccionarse en las matemáticas hizo un viaje a Heliópolis de Egipto.
Allí observó el milagroso eclipse de sol que sucedió en la muerte de Cristo, puntualmente en el plenilunio, y espantado exclamó: “O el Autor de la naturaleza padece, o la máquina de este mundo perece”.
Vuelto a Atenas resplandeció por su sabiduría, y fue levantado a la dignidad de uno de los primeros jueces del Areópago, que era el más respetable tribunal de toda la Grecia. En esta sazón entró en Atenas san Pablo, el cual habiendo predicado a Jesucristo fue delatado a aquel tribunal.
Estando pues el apóstol en el Areópago, rodeado por todas partes de filósofos, habló altísimamente de la Majestad de Dios, y del juicio universal, y entre los que se convirtieron, uno fue Dionisio Areopagita y Dámaris su mujer, lo cual produjo grande asombro en toda la ciudad y dio ocasión a que otros muchos abrazasen la fe de Jesucristo.
Hízose Dionisio discípulo de san Pablo y de él aprendió la divina teología que después comunicó en sus libros a toda la Iglesia. Tuvo tan grande veneración a la Virgen, desde que la vio, que solía decir que a no saber por la fe que era humana criatura, la tuviera por una divinidad; y en el libro de los Nombres divinos dice que presenció su dichoso tránsito.
Ordenóle san Pablo de obispo de la Iglesia de Atenas y dejando al cabo de algunos años aquella cristiandad tan floreciente como la de Jerusalén, pasó a Éfeso a hablar con san Juan Evangelista recién venido del destierro de Patmos, y por su consejo fue a Roma, donde el vicario de Cristo que era san Clemente le envió a las Galias a predicar el Evangelio, juntamente con Rústico, sacerdote, Eleuterio, diácono. Eugenio y otros compañeros.
Alumbró primero con la luz de Cristo las gentes de Arles, y de allí se dirigió a París, donde hizo copioso fruto y es tradición, que dedicó un templo a la santísima Trinidad, y otro a la Virgen santísima.
Finalmente el prefecto Fescenio Sisinio lo hizo prender con sus compañeros, y los mandó azotar y atormentar con varios suplicios, de los cuales habiendo salido ilesos, los entregó a los verdugos para que fuera de la ciudad, les degollasen. Ejecutóse la sentencia en el monte que hoy se llama Monte de los mártires; y es tradición que el cuerpo de san Dionisio se levantó en pie y tomó su propia cabeza en las manos como si fuera triunfando y llevara en ella la corona, trofeo de victoria, y que así anduvo dos millas, hasta que entregó tan preciosa reliquia a una santa mujer llamada Cátula, la cual dio honorífica sepultura a los cuerpos de todos aquellos santos.
Reflexión: Muchos oyeron predicar a san Pablo en Atenas, pero muy pocos se convirtieron con su predicación. Otro tanto sucede en nuestros días. Llénanse los templos de gente que escucha la divina palabra, pero el número de los que la practican es reducidísimo. ¿Y esto por qué? Porque se acude a los sermones más con espíritu de crítica, o por mera rutina, que con verdadero deseo de aprovecharse.
Oración: ¡Oh Dios! que en este día fortaleciste con la virtud de la constancia a tu mártir y pontífice el bienaventurado Dionisio, y le diste por compañeros a Rústico y Eleuterio para evangelizar a los gentiles, rogámoste nos concedas que a su imitación despreciemos por tu amor las prosperidades del mundo y no temamos ninguna de sus adversidades. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
(P. Francisco De Paula Morell, S. J., Flos Sanctorum)