31 de diciembre
San Silvestre I, papa
(† 335)
San Silvestre, gloria y ornamento de la Iglesia católica, fue hijo de un noble romano, por nombre Rufino. Desde su niñez estuvo bajo la dirección de un sabio y virtuoso sacerdote, llamado Cirino, cuyas virtudes copió en su inocente alma.
Admirado el pontífice san Marcelino de las buenas disposiciones y entereza de costumbres de Silvestre, le confirió las sagradas órdenes.
En el corto espacio de algunos años murieron los papas san Marcelino, san Marcos, san Eusebio y san Melquíades, a cuya muerte fue elegido por sucesor suyo en el pontificado san Silvestre, que se había ya ganado los corazones de los fíeles, por considerarle como sólida columna de la santa Iglesia y sol resplandeciente que brillaba en aquel tiempo de tenebrosas supersticiones y prácticas gentílicas.
Acababa de triunfar Constantino el Grande de su enemigo Majencio: y el emperador devolvió la paz a la Iglesia, la cual pudo salir a la luz del día y dejar la oscuridad de las catacumbas, a que se hallaba condenada por las crueldades de los impíos perseguidores de los cristianos.
El papa san Silvestre fue el que recabó de Constantino que asistiese al primer concilio ecuménico que se celebró en Nicea para condenar los errores del blasfemo Arrio, y obtuvo del emperador que protegiese a la santa Iglesia contra la fiereza y audacia de los arrianos.
San Silvestre envió sus legados a Francia a presidir en el concilio de Arlés para anatematizar los errores de los donatistas y cuartodecimanos. El proveyó con fortaleza y magnanimidad a la universal Iglesia y especialmente a la romana, cabeza y madre de las demás iglesias particulares.
Reconocida públicamente como divina la fe cristiana hasta entonces tan perseguida y ultrajada, san Silvestre, con el auxilio del emperador, hizo edificar en Roma ocho basílicas, donde se celebrasen con la debida magnificencia los divinos oficios: formó reglamentos para la ordenación de los clérigos, para la administración de los santos sacramentos, para el socorro que debía prestarse a los sacerdotes necesitados, a las vírgenes consagradas a Dios y a los fieles todos que se hallaban faltos de medios de subsistencia; viviendo él muy parcamente y evitando expensas inútiles, a fin de poder dotar las iglesias y de atender a las obras de beneficencia.
Tomó un cuidado muy especial de los judíos, procurando convencerlos de que era ya venido el Mesías que ellos esperaban, que habían pasado ya las figuras y venido la realidad, que en ellas se figuraba: hasta que después de veintitrés años de un pontificado no menos ilustre que trabajoso, pasó al eterno descanso.
Reflexión: ¡Qué rayos tan claros de virtud y saber no derramó san Silvestre desde el alto puesto del pontificado! Porque, aunque es verdad que la luz alumbra siempre, se derrama más su resplandor cuando se la coloca sobre el candelero. Muy cierto es también que los elevados puestos no hacen grandes a los pontífices, ni las acciones más brillantes son las que forman los más grandes santos. ¡Infelices de la mayor parte de los hombres si así fuese! No pudiendo llegar a elevadas dignidades, te quedarías también con una santidad muy mediana. Pero consistiendo esta como consiste en el exacto cumplimiento de sus deberes, y en el sacrificio y abnegación de tus gustos, están, puede decirse, en tu mano los grados de santidad a que quieras subir. A mayor fidelidad en el cumplimiento de tus deberes, a mayor abnegación, corresponde mayor santidad.
Oración: Concédenos, te rogamos, oh Dios todopoderoso, que la venerada solemnidad de tu confesor y pontífice el bienaventurado san Silvestre, aumente nuestra devoción y nuestros merecimientos. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
(P. Francisco De Paula Morell, S. J., Flos Sanctorum)