28 de diciembre
Los santos Inocentes, mártires
Cuando Cristo nuestro Señor nació, hacía treinta años que reinaba en Judea Herodes Ascalonita, extranjero, aborrecido por los judíos por su fiereza y mala condición.
Vinieron a Jerusalén los Magos, creyendo que en esta metrópoli del reino habría nacido el Rey de los judíos, que la estrella les había anunciado.
Turbado Herodes, e informado de que el Mesías prometido había de nacer en Belén de Judá, enterose muy particularmente de los Magos acerca de la estrella y del tiempo en que se les había aparecido, y les encargó que fuesen a Belén, que adorasen al santo Niño, y volviesen a darle cuenta de lo que habían hallado, para que él también le fuese a adorar.
Fueron allá los reyes Magos; mas el ángel del Señor les avisó que no se volviesen por Jerusalén, sino por otro camino, como lo hicieron. Enojose Herodes al creerse engañado: y carcomiéndose de su propia ambición, y lleno de saña y furor, determinó por todos los caminos que pudiese, matar a aquel Niño, a quien él temía, y pensaba que le había de quitar el reino.
Entonces el ángel del Señor apareció a san José, y le mandó que con el Niño y la Madre huyese a Egipto. Estaba ya a salvo el único Niño a quien quería matar Herodes, cuando el hombre malvado, ciego con la pasión, llama a los soldados, capitanes y ministros de su crueldad, y les da orden de que pasen a cuchillo todos los niños que en los dos últimos años hubiesen nacido no solamente en Belén, sino además en todos los pueblos y aldeas de su comarca.
Armados con este impío y cruel mandato aquellos crueles carniceros dieron como lobos en una manada de inocentes corderos, sin que fuese parte para ablandar aquellos feroces e inhumanos pechos el fiero y lastimoso espectáculo que ofrecían los alaridos de las madres, las heridas de los niños inocentes, y la sangre de aquellos puros y tiernos corderitos, que por todas partes corría; pues fueron más de dos mil los que murieron a sus manos. El único que no cayó en ellas, fue aquel precisamente que Herodes pretendía matar.
Tan atroz e inhumana maldad castigola el Señor, dando al bárbaro rey una multitud de tantas y tan agudas enfermedades, que todo su cuerpo era un retablo de dolores: porque tenía las entrañas llenas de llagas y dolores cólicos, los pies hinchados, algunas partes del cuerpo hechas hervidero de gusanos, los nervios contrahechos, la respiración dificultosa, y de todo su cuerpo salía un olor tan pestilencial, que no se podía sufrir: y vino a tan grande aborrecimiento de sí mismo, que pidió un cuchillo con intento de matarse; y hubiéralo hecho, si un nieto suyo no se lo hubiese estorbado. Tal fue el fin de este hombre tan ambicioso y tan cruel.
Reflexión: Mueren, dice san Agustín, los niños inocentes por Cristo, y la inocencia muere por la justicia. ¡Qué bienaventurada edad fue aquella, que no pudiendo aún nombrar a Cristo, mereció morir por Cristo! ¡Qué dichosamente murieron aquellos, a quienes entrando en esta vida, tuvo fin su vida; pero el fin de su vida temporal fue el principio de la eterna y bienaventurada. Apenas habían llegado a los pañales y cunas de la niñez, cuando recibieron la corona: son arrebatados de los brazos de sus madres para ser colocados en el seno de los ángeles.
Oración: Oh Dios, cuya gloria confesaron los inocentes mártires no con palabras, sino con su sangre: mortifica en nosotros todos los vicios, a fin de que nuestra vida y costumbres sean una confesión de aquella fe, que de palabra profesamos. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
(P. Francisco De Paula Morell, S. J., Flos Sanctorum)