27 de enero
San Juan Crisóstomo, obispo, confesor y doctor
(† 407)
San Juan, llamado por su elocuencia el Crisóstomo, que quiere decir boca de oro, nació de padres ilustres, en Antioquía.
Aprendió las ciencias humanas en Atenas, y la sabiduría divina en el retiro monacal y en el encerramiento de una cueva, donde por espacio de dos años hizo penitencia muy rigurosa.
Ordenose de presbítero en Antioquía, y cuando el santo obispo Flaviano imponía las manos sobre él, viose una blanca paloma, que volando blandamente, vino a posar sobre la cabeza del nuevo sacerdote. Encomendáronle el ministerio de la divina palabra, y fue tan asombrosa la virtud de su predicación, que en breve se reformó aquella populosa ciudad.
En esto quedó vacante la silla de Constantinopla y todos pusieron los ojos en el Crisóstomo, y entendiendo el emperador Arcadio que el santo había de huir a todo trance de aquella dignidad, mandó al gobernador de Antioquía que se apoderase de él secretamente, y con buena guardia le llevase a Constantinopla.
En llegando a aquella capital del imperio, fue recibido triunfalmente y consagrado obispo y patriarca. En pocos días mudó también de semblante aquella corte, y es imposible decir las maravillas que allí obró el incomparable y elocuentísimo prelado, el cual, como si hallase estrecho aquel campo de su celo, recorrió además la Fenicia, y los pueblos de los Escitas y Celtas, exterminando de todo el imperio las herejías de los Eunomianos, Arríanos y Montañistas, y extendiendo su vigilancia pastoral a todas las iglesias de Tracia, del Asia y del Ponto, que eran veintiocho provincias eclesiásticas.
No le faltaron enemigos así en la corte como en el clero; formose contra él un conciliábulo, que le depuso de su silla patriarcal; mas apenas había tomado el santo el camino de su destierro, cuando un pavoroso terremoto movió a la emperatriz Eudoxia a restablecerle en su silla.
Dos meses después, por haber predicado, con apostólica libertad, contra unos juegos públicos que eran resabios de la gentilidad, enojose la emperatriz de manera que determinó de perderle, y le desterró a una miserable población de Armenia, a donde llegó muy enfermo y fatigado por los despiadados tratamientos que padeció en el viaje.
Entonces cayó sobre Constantinopla una tempestad de rayos y piedra que hizo horrorosos estragos. La emperatriz murió de repentina muerte y casi todos los perseguidores del Crisóstomo vieron sobre sí la venganza del cielo. Inicialmente, desterrado a Arabisa, y después al desierto de Pitias, conociendo que era llegada su hora postrera, cubriose con una vestidura blanca para recibir la sagrada Comunión, en la iglesia de san Basilisco, donde entregó al Señor su alma preciosa.
Reflexión: Yendo a su destierro escribió una carta a sus fieles amigos, en la cual les decía estas palabras: “Si estáis encarcelados, encadenados y encerrados por no consentir a la maldad, alegraos y regocijaos y coronaos de fiesta, pues por ello tendréis copioso galardón del Señor; que también nosotros estamos consumidos y hemos pasado innumerables géneros de muertes, y mayores miserias que los que trabajan en las minas y están detenidos en las cárceles. Llegando a Cesárea he tenido por gran regalo el beber un poco de agua limpia y comer un pedazo de pan que no fuese duro ni oliese mal”.
Oración: Suplicámoste, Señor, que la gracia celestial dilate cada día más la santa Iglesia, que te dignaste ilustrar con los gloriosos merecimientos y con la doctrina del bienaventurado Juan Crisóstomo, tu confesor y pontífice. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
(P. Francisco De Paula Morell, S. J., Flos Sanctorum)