26 de septiembre
Los santos Cipriano y Justina, mártires
(† 304)
La esclarecida virgen y gloriosa mártir de Cristo santa Justina nació en la ciudad de Antioquía de padres gentiles; y habiendo abrazado la fe cristiana por la doctrina de un celoso diácono, logró que también se convirtiesen sus padres y recibiesen el santo bautismo.
Aunque era Justina hermosa por extremo y de excelentes gracias naturales; resplandecía a los ojos del Señor su alma mucho más por la hermosura de sus virtudes, y especialmente por su limpieza virginal, que consagró a su esposo Cristo.
Había puesto los ojos en Justina y enamorándose de ella un mancebo poderoso y lascivo, por nombre Agladio; el cual, por todos los medios que suele emplear el amor ciego, procuró atraerla a su voluntad; mas ninguno bastó para vencer el propósito de la santa virgen. No desmayó Agladio; sino que tomó por postrer remedio el favorecerse de un mal hombre, que con artes diabólicas doblegase la voluntad de Justina.
Llamábase Cipriano aquel hombre y habitaba en la misma ciudad de Antioquía. A éste descubrió Agladio lo que pretendía, diciéndole cuan inútiles habían sido los medios empleados, y que le socorriese con sus artes poderosas y sobrehumanas; que se lo pagaría liberalmente y quedaría su perpetuo esclavo.
Admitió Cipriano la propuesta, y empezó a poner por obra su mal intento; y después de haber usado contra la santa todas sus artes y embustes, quedó corrido y avergonzado, porque Justina con el favor de Cristo, con la oración y el ayuno, y con la señal de la cruz, siempre triunfó gloriosamente del enemigo.
Asombrado de lo que veía, consultó Cipriano al demonio; el cual le respondió que contra los adoradores de Cristo ningún poder tenía él: de esto entendió que Jesucristo era verdadero Dios, y determinó hacerse cristiano, como lo hizo, renunciando al demonio y bautizándose, y viviendo con tal fervor, que fue ordenado de diácono, y resplandeció en gran santidad y muchos milagros. Y porque por medio de Justina había recibido de Dios tantas mercedes, tuvo siempre gran cuenta de ayudarla y de llevar adelante sus santos propósitos, siendo ella como madre de buen número de doncellas que vivían juntas y servían al Señor con gran pureza.
En esto un conde llamado Eutolmio los mandó prender; y a Cipriano le hizo atormentar y rasgarle los costados con uñas aceradas: a Justina, después de haberla bárbaramente abofeteado, la hizo azotar con duros nervios: luego a él le pusieron en la cárcel; a ella en una casa honrada: y a los pocos días, fueron traídos al conde, el cual como viese su perseverancia en la fe, los mandó echar en una caldera llena de pez, sebo y resina derretida; mas siendo quemado Atanasio, sacerdote de los gentiles, los dos santos salieron sin lesión del tormento.
De allí fueron llevados a Nicomedia; donde después de haber padecido otros tormentos con grande ánimo y alegría, los degollaron. Sus sagrados cuerpos, abandonados e insepultos, Dios los conservó enteros y sin corrupción.
Reflexión: En las maravillas de santa Justina y en la conversión de san Cipriano resplandece con grande gloria la virtud de la señal de la cruz: porque por ella venció la santa todas las artes diabólicas; y viendo Cipriano la poca fuerza que tenían los demonios, y que no podían prevalecer contra ella, determinó abrazar la fe, y comenzar una vida santa: ¿por qué, pues, no hemos de armarnos de la santa cruz haciéndola con toda reverencia en nuestras tentaciones y peligros?
Oración: Ayúdenos, oh Señor, el favor continuo de los bienaventurados mártires Cipriano y Justina, ya que no cesas de mirar con benignos ojos a los que concedes que con tales socorros sean ayudados. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
(P. Francisco De Paula Morell, S. J., Flos Sanctorum)