25 de septiembre
San Fermín, obispo y mártir
(† 290)
El santo obispo e ilustre mártir de Cristo, Fermín, a quien otros llaman Firmio, fue natural de Pamplona de Navarra, e hijo de un ilustre senador y muy poderoso.
Sus padres, habiendo detestado la idolatría y abrazado la fe de Cristo, se dieron con gran diligencia a la práctica de todas las virtudes cristianas, conforme a los consejos de san Honesto, obispo de Tolosa de Francia, de quien habían recibido el santo bautismo; y no fue el menor de sus cuidados la cristiana educación de su hijo Fermín, que aprendió de sus devotos padres el socorrer con limosnas a los pobres y necesitados, y con saludables enseñanzas a los rudos e ignorantes.
Consagróse de joven al servicio de Dios recibiendo el sacerdocio, y por sus méritos y virtudes llegó a ocupar la sede episcopal de Pamplona. Ardía en su pecho el deseo de la dilatación de la fe y de la salvación de las almas: por lo cual, predicando con apostólico celo, pasó a la Galia que entonces se llamaba Lugdunense, recorrió varios pueblos diseminando la verdad del Evangelio, y fijó su residencia por algún tiempo en Augeviros, ciudad principal de aquella región, donde en un año y tres meses redujo innumerables almas dé la idolatría a la fe de Jesucristo, y a la práctica de la ley evangélica.
Con no menor fruto ganó para Jesucristo muchas almas en las ciudades de Aubi, Auvergne, Anjou y otras, desterrando de todas partes los errores de los paganos e introduciendo nuevas y muy puras costumbres en las almas de sus habitantes.
Pasó luego a Beauvais, ciudad de la misma provincia, donde fue preso por Valerio, presidente de esta ciudad; el cual lo hizo azotar cruelmente varias veces, y después que le juzgó ya casi muerto a puros azotes, le hizo volver a la cárcel, donde, si no moría, le acabase de quitar la vida Sergio, sucesor suyo; mas el pueblo, que le amaba como a su padre y maestro, se amotinó y lo sacó violentamente de la cárcel y le puso en libertad, con que el santo confesor y apóstol de Cristo volvió de nuevo a desplegar las alas de su celo, y convirtió y bautizó a todos los moradores de aquella ciudad, levantando en ella algunas iglesias.
De aquí pasó a Amiens, en la misma provincia, donde en cuarenta días convirtió unos tres mil nombres a la fe de Jesucristo. No pudiendo llevar en paciencia tantas conversiones Longinos y Sebastián, crueles tiranos, que presidían en esta ciudad, prendieron al glorioso obispo y apostólico varón san Fermín, y temiendo no se lo quitase de entre las manos el devoto pueblo, como había hecho en Beauvais, lo degollaron en la misma cárcel: con que acabó gloriosamente, dando la vida por la fe de Jesucristo que tanto y con tantas fatigas había dilatado, recibiendo la gloriosa corona del martirio, y siendo su alma pura presentada por manos de ángeles en las del Creador.
Reflexión: Consideremos en el celo, en. los trabajos, y en el glorioso martirio de san Fermín, lo que costó a los varones apostólicos el don de la fe y conocimiento de Cristo que nosotros tenemos y gozamos. Cada país tiene su apóstol, y casi todos estos hombres apostólicos compraron como los discípulos de Jesucristo, a costa de su sangre, la conversión de los pueblos que redujeron a la fe cristiana. Tengamos pues en grande aprecio y estima nuestra religión verdadera, como una joya del cielo, bañada en sangre de apóstoles, y en sangre de Jesucristo, que nos ha hecho este regalo de Dios y prenda de su amor infinito.
Oración: Oh Dios, que coronaste con aureola de inmortalidad al bienaventurado obispo y mártir Fermín, ilustre por la predicación de la fe y el combate de los tormentos; concédenos benigno que, así como celebramos su triunfo, alcancemos también su premio. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
(P. Francisco De Paula Morell, S. J., Flos Sanctorum)