19 de octubre
San Pedro de Alcántara, confesor
(† 1562)
El admirable penitente y extático contemplativo san Pedro de Alcántara nació en la villa de este nombre, provincia de Extremadura, en España, y fue hijo de don Alfonso Garavito, hábil jurisconsulto y corregidor de la misma villa.
Después de haber aprendido las letras humanas pasó a Salamanca a estudiar el derecho canónico, y dando luego de mano a todas las cosas del mundo, tomó el hábito del seráfico padre san Francisco en el convento de Manjarrez a la edad de diez y seis años.
Toda la vida anduvo con los ojos bajos, de manera que nunca supo si el coro o el dormitorio eran de bóveda, y a los religiosos del convento les conocía sólo por la voz.
Después de la profesión pasó a morar en una soledad, donde se labró una celda que más bien parecía sepultura, en la cual entabló una vida de tan áspera penitencia, que se haría increíble si no la autorizara la bula de su canonización.
Comía sólo una vez cada tercer día y a veces se le pasaban ocho sin tomar bocado; traía a raíz de las carnes un cilicio en figura de rallo: dormía no más que hora y media y por espacio de cuarenta años lo hacía de rodillas o sentado, arrimada la cabeza a la pared. Su celda era tan baja que en ella no podía estar en pie, ni tendido a lo largo, su cuerpo estaba hecho una llaga, y no parecía el santo más que un esqueleto animado.
Mas así como ningún santo le excedió en su penitencia, pocos tuvieron como él tan sublime don de contemplación: porque su oración era un éxtasis casi continuo, en que Dios le regalaba con delicias de la gloria.
A la edad de veinte años fue nombrado guardián de Badajoz: y escogió para sí todos los oficios más humildes del convento. En el tenor de su vida parecía un ángel; pero ordenado de sacerdote fue un abrasado serafín. Cuando predicaba al pueblo, con sola su vista y presencia ablandaba los corazones más duros, y los sermones que hacía solían quedar interrumpidos por lágrimas y gemidos dolorosos; así renovó en muchos obispados el espíritu de penitencia.
Nombráronle provincial, y emprendió luego la reforma de su Orden para resucitar en ella el primitivo espíritu de san Francisco, obra dificultosísima que llevó a cabo, y fue confirmada por breve de Julio III, y ponderada de santa Teresa de Jesús y de san Francisco de Borja, que se encomendaban en las oraciones de este gran siervo de Dios.
Quiso tomarle por confesor el emperador Carlos V, cuando estaba meditando su retiro en el monasterio de Yuste; pero el santo se resistió con tales razones, que el emperador se rindió a ellas. Finalmente siendo comisario general de España para la Reforma, se hizo llevar al convento de Arenas, donde en un dulcísimo éxtasis, entregó su alma al Creador, a la edad de sesenta y tres años.
Reflexión: De este santísimo varón dice santa Teresa: “Hele visto muchas veces con grandísima gloria. Díjome la primera vez que me apareció: ¡Qué bienaventurada penitencia, que tanto premio había merecido!” ¿Somos nosotros discípulos de Jesucristo? Pues no nos avergoncemos de vestir su librea. Pobre soy, dice él por el Salmista, y lleno estoy de trabajos desde mi más tierna edad: ¿y no será un verdadero contrasentido, que, mientras nuestra cabeza de Cristo está coronada de espinas, andemos nosotros nadando en los regalos y deleites?
Oración: ¡Oh Dios! que te dignaste ilustrar al bienaventurado san Pedro, tu confesor, con el don de una altísima contemplación, y con el de una admirable penitencia; suplicámoste nos concedas por sus méritos que, mortificada nuestra carne, alcancemos mayor inteligencia de las cosas celestiales. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
(P. Francisco De Paula Morell, S. J., Flos Sanctorum)