18 de diciembre: Nuestra Señora de la O

Nuestra Señora de la O
Nuestra Señora de la O

18 de diciembre

Nuestra Señora de la O

Llámase esta fiesta Nuestra Señora de la O, porque desde las vísperas de ella se comienzan en el oficio divino a decir unas antífonas en el Magníficat, que empiezan por O, y se continúan hasta la víspera de Navidad.

Llamose en un principio fiesta de la Anunciación: y con este nombre se celebró en algunas iglesias de España y se mandó celebrar en toda ella en el concilio Décimo de Toledo en que presidió san Eugenio, arzobispo de aquella ciudad; hasta que san Ildefonso, sucesor suyo, ordenó que se celebrase con el título de la Expectación del Parto.

El fin de esta denominación fue recordar los ardientes deseos con que los santos suspiraron por verle nacido y hecho redentor del mundo. Porque ya nuestros primeros padres Adán y Eva con esta esperanza aliviaron las penas, a que por su transgresión y desobediencia se vieron sujetados.

El mismo Señor confesaba que Abraham había deseado ver su día, esto es, su venida a este mundo; y a los judíos decíales: “Bienaventurados son los ojos que ven lo que vosotros veis; porque muchos reyes y profetas desearon verlo, y no lo alcanzaron.”

En efecto: el patriarca Jacob le llamaba “el que ha de ser enviado y será la expectación de las gentes”, y añadía: “Señor, yo esperaré a vuestra salud y a vuestro Salvador.” Moisés rogaba a Dios que enviase al que había de enviar. David exclamaba: “Excitad, Señor, vuestra potencia, y venid a salvarnos.”

Pero el que con mayor fuerza de razones expresó los deseos de su corazón fue el profeta Isaías: así dice: “Enviad, Señor, aquel Cordero, que ha de señorear todo el mundo”. “Ea, cielos, enviad vuestro rocío de allá de lo alto, y las nubes lluevan al Justo: ábrase la tierra y brote y produzca al Salvador”. En otra parte: “¡Oh, si ya rompieses, Señor, esos cielos, y descendieses y acabases de venir!”

Pero si todos los santos y profetas por el extremado deseo de la venida del Salvador daban tantas voces y clamores al cielo, ¿qué haría la que era más santa que todos, y tenía más lumbre del cielo para conocer y estimar este soberano beneficio, y más caridad para desear el remedio de todas nuestras pérdidas y calamidades?

Ella sabía que el que traía en su seno virginal era verdadero hijo suyo y juntamente unigénito del eterno Padre, y que se acercaba ya aquel bienaventurado día, en que ella había de dar al mundo su Redentor, su Salvador, su vida, su gloria y toda su bienaventuranza.

¡Cómo se desharía de júbilo y gozo su espíritu, viendo que ya eran oídas las súplicas y oraciones de tantos justos, los gemidos de todos los tiempos y naciones, y los continuos ruegos y lágrimas, con que ella humildísimamente había suplicado al Señor que no tardase en venir, y manifestarse vestido de su carne para dar espíritu a los hombres carnales y hacerlos hijos de Dios! Deseaba con un increíble deseo verle ya nacido para adorarle como a su Dios, reverenciarle como a su Señor, y abrazarle y besarle como a su dulcísimo Hijo.

Reflexión: ¡A grandes deseos, da Dios grandes cosas! ¿Qué tiene pues de extraño que la santísima Virgen cuyos deseos eran tan ardientes, abreviase el tiempo de nuestra redención, como afirman algunos santos Padres? Pero ¿qué de extraño tiene también que nosotros que apenas deseamos sino objetos terrenos, nos hallemos tan atrasados en el camino del espíritu? Levántese nuestro corazón: ame y suspire por las cosas del cielo si quiere ser lleno de las cosas de Dios.

Oración: Oh Dios, que quisiste que, por la embajada de un ángel, tu Verbo se encarnase en las entrañas de la Virgen María: concede a tus humildes siervos, que pues la creemos verdadera Madre de Dios, seamos ayudados por su intercesión para contigo. Por el mismo Señor Jesucristo. Amén.

 

(P. Francisco De Paula Morell, S. J., Flos Sanctorum)

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