15 de agosto
La Asunción de nuestra Señora
Subió Cristo nuestro Salvador a los cielos, y dejó a su benditísima Madre y Señora nuestra en la tierra, para que, en ausencia de aquel sol de justicia, brillase ella como luna de serenos resplandores en medio de la primitiva cristiandad; y enseñase a los apóstoles, instruyese a los Evangelistas, esforzase a los mártires, alentase a los confesores y encendiese en el amor de la pureza a las vírgenes, y a todos consolase y ayudase con su ejemplo y magisterio.
Quince años sobrevivió nuestra Señora a su Hijo bendito, observando, como dicen los santos padres, con gran perfección los consejos evangélicos, obedeciendo a lo que san Pedro como vicario de Cristo ordenaba, frecuentando los sagrados lugares donde se habían obrado los misterios de nuestra Redención, comulgando cada día de mano del discípulo amado san Juan, a quien Jesús la había encomendado.
Dice san Dionisio que la vio y trató, que “resplandecía en ella una divinidad tan grande, que si la fe no lo corrigiera, pensaran todos que era Dios, como lo era su Hijo”. Aunque el Señor la preservó de la culpa original, no quiso preservarla de la muerte del cuerpo, para que en esto imitase a Jesús, y para que mereciese mucho, venciendo la natural repugnancia que tiene la carne a morir, y se compadeciese de los que mueren, como quien pasó por aquel trance, ya que había de ser nuestra abogada en la hora de la muerte.
Es pía tradición que asistieron a su dichoso tránsito los santos apóstoles con Hieroteo, Timoteo, Dionisio Areopagita, y otros varones apostólicos que con velas encendidas rodeaban el lecho de la Virgen: y que en habiendo expirado, no por dolencia alguna, sino por enfermedad de amor y deseo de ver y abrazar a su divino Hijo glorioso; sepultaron honoríficamente su inmaculado cuerpo en el Huerto de Getsemaní, con muchas flores, ungüentos olorosos y especies aromáticas. Mas no era conveniente que aquella verdadera arca del Testamento padeciese corrupción, y así se cree que los tres días resucitó la Madre, como había resucitado su Hijo unigénito, el cual la vistió de inmortalidad y de claridad y hermosura sobre todo lo que se puede explicar y comprender, y la llevó sobre las alas de los querubines, en triunfal procesión hasta lo más alto del cielo, y hasta el trono de la santísima Trinidad.
Allí fue coronada por las tres Personas divinas, con inefable gloria y regocijo de todas las jerarquías y coros celestiales. Coronóla el Padre con diadema de Potestad, el Hijo con corona de Sabiduría, el Espíritu Santo con corona de Caridad. Allí fue aclamada por soberana Princesa de los ángeles, arcángeles, tronos, dominaciones, potestades, querubines y serafines, y por Reina de los apóstoles, de los mártires, de los confesores, de las vírgenes, y de todos los santos: y finalmente allí fue constituida Emperatriz del universo, y Reina soberana de todas las criaturas.
Reflexión: Creyendo, pues, ahora con viva fe, que esta excelsa Señora tan encumbrada y gloriosa no sólo es Madre de Dios, sino también Madre adoptiva nuestra, Reina de misericordia y dulcísima. Abogada de los pecadores, acudamos todos los días a ella con gran confianza en su maternal bondad, suplicándole que no nos deje de su mano, a fin de que por su poderosa intercesión alcancemos seguramente la vida y gloria eterna.
Oración: Suplicámoste, Señor, que perdones a tus siervos los pecados de que son reos para que, ya que no podemos agradaros por nuestras obras, seamos salvos por la intercesión de la santa Madre de vuestro Hijo, nuestro Señor Jesucristo, que contigo vive y reina por todos los siglos de los siglos. Amén.
(P. Francisco De Paula Morell, S. J., Flos Sanctorum)
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