14 de enero
San Hilario, obispo y doctor
(† 368)
Nació este gloriosísimo prelado y defensor de la Iglesia en Poitiers de Francia, de padres muy nobles, pero gentiles. Casáronle a su tiempo con una dama principal, de quien tuvo una hija, que se llamó Abar.
Siendo, ya hombre docto y versado en todas letras humanas y filosóficas, se dio a estudiar las sagradas y divinas, y por la lección de ellas, se convirtió a la fe. Desde aquel día vivió con tanta honestidad y virtud, que fallecido el obispo de Poitiers, fue escogido Hilario para aquella cátedra con aplauso de todo el pueblo.
Arreciaba a la sazón por todas partes la tormenta de la herejía arriana, y san Hilario dio a entender al mundo que no hay poder contra Dios, ni fuerzas contra la verdad. Cuando Saturnino, obispo de Arles y principal caudillo de los herejes, celebró su conciliábulo en el Languedoc, no quiso acudir el santo, sino que escribió una sapientísima declaración de su fe, y la envió a aquella asamblea de Satanás.
En leyéndola los herejes, procuraron con el emperador Constancio, que era también arriano, que desterrase a Hilario a Frigia, provincia del Asia. Cuatro años estuvo en su duro destierro, hasta que por una orden general del emperador, fue llamado al concilio que se reunió en Seleucia de Isauria. Allí trató el santo doctor, de los más altos y dificultosos misterios de la fe, con grande gozo de los católicos y grande inquietud y vergüenza de los herejes.
Terminado el concilio fue a Constantinopla para dar razón de todo al emperador, y le pidió que le permitiese disputar en su presencia con los herejes; mas éstos se lo estorbaron, persuadiendo con grande astucia al monarca, que le mandase volver a su Iglesia. Volviose el santo con lágrimas a Poitiers, pero no se puede creer la alegría y regocijo con que fue recibido en su patria por todos los católicos, mirándole como vencedor que venía de la guerra y de pelear en el destierro las batallas del Señor.
La iglesia de Poitiers gozaba de su santo prelado; las ovejas, de su pastor; los huérfanos, tenían en él su padre; las viudas, consuelo; los pobres, remedio; los ignorantes, maestro; los sacerdotes, ejemplo, y todos un dechado perfectísimo de toda virtud. Muchos fueron los pecadores que redujo a penitencia, muchos los herejes que convirtió con su santa palabra, autorizada con singulares prodigios, y no menos ilustró a la Iglesia universal con los doctísimos libros que escribió, por espacio de muchos años que gobernó aquella vasta diócesis, hasta que en el día 13 de enero recibió el galardón eterno de la gloria.
Reflexión: Decía este gran campeón de la fe, en un libro que escribió al emperador Constancio: “Tiempo es ya de hablar, pues pasó el tiempo de callar. Aguardemos a Cristo, pues es venido el Anticristo: den voces los pastores, porque los mercenarios han huido. Pongamos las almas por nuestras ovejas, porque los ladrones han entrado y el león hambriento las rodea: salgamos con estas voces al martirio”.
Con este valor hablaba el santo obispo al emperador arriano: y con esta entereza debemos también nosotros pelear con los enemigos de Cristo. Recordemos las palabras del Señor, que dijo: “Al que me confesare delante de los hombres, yo le confesaré delante de mi Padre Celestial; mas al que me negare delante de los hombres, yo le negaré delante de mi Padre, que está en los cielos”. (MATTH. X, 32).
Oración: ¡Oh Dios! que diste a tu pueblo el bienaventurado Hilario como ministro de la eterna salud, rogámoste nos concedas, tener por intercesor en los cielos, al que tuvimos por doctor en la tierra. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
(P. Francisco De Paula Morell, S. J., Flos Sanctorum)