13 de octubre
San Eduardo, rey de Inglaterra
(† 1066)
San Eduardo, tercero de este nombre, rey de Inglaterra, llamado el Confesor o el Piadoso, fue sobrino de san Eduardo rey y mártir, y nació en Inglaterra. Por librarse de la irrupción de los daneses que causaban en el reino grandes estragos, tuvo que ponerse a salvo con toda la familia real en Lombardía.
Creció juntamente en él la virtud con la edad, y mereció por su extraordinaria honestidad y admirable pureza el renombre de ángel de la corte. Por muerte de su padre, y por haber asesinado los daneses a los dos hermanos que le quedaban, se halló único heredero del reino; y restituyó luego a sus estados la antigua prosperidad y felicidad.
Reparó las iglesias que los enemigos habían saqueado o arrumado, reedificó los monasterios, y por medio de los religiosos y celosos predicadores, reformó las costumbres del pueblo. Por condescender con los grandes del reino se casó con Edita, hija del conde Godubin, pero los santos esposos que habían hecho voto de perpetua virginidad, vivieron como hermanos.
Asistiendo un día san Eduardo al adorable sacrificio de la misa, vio a Jesucristo en forma corporal en la sagrada hostia. Otro día, terminada la misa en que se había quedado pasmado y vertiendo lágrimas, le preguntaron los magnates qué significaba aquella novedad, y él les respondió que acababa de morir el rey de Dinamarca y que se había perdido toda su armada que venía a Inglaterra. Esta visión profética quedó confirmada por las nuevas que pocos días después se recibieron del funesto suceso de los daneses y de su armada naval.
Era el santo rey amado de todos sus vasallos, y llamado tutor de los huérfanos y padre de los pobres. Encontró una vez en la calle a un pobre paralítico, y tomándolo sobre sus hombros lo llevó a la iglesia a donde el enfermo iba como arrastrando. En otra ocasión, no llevando dinero de que dar a un pobre que le pidió limosna, se sacó del dedo el anillo y se lo dio.
Jamás se había visto el reino de Inglaterra tan floreciente ni había gozado de tanta prosperidad y sosiego como en el reinado de nuestro santo, el cual, habiendo tenido revelación de su temprana muerte, colmado de méritos, entregó su alma inocentísima al Creador a los treinta y seis años no cumplidos de su edad, y veintitrés de su reinado. Por largo tiempo fue llorada su muerte con luto general de toda Inglaterra, y treinta y seis años después se halló su cadáver fresco, flexible y exhalando suavísima fragancia, y se traspasó a un sepulcro de oro y de plata.
Reflexión: En todos los estados se puede servir a Dios santamente: el pobre con la falta de las cosas de la tierra y el rico con la abundancia de ellas; el religioso en la soledad de su retiro y el seglar en el bullicio del mundo; todos, sin excepción, pueden, si quieren, llegar a la cumbre de la santidad. Basta para ello refrenar los apetitos desordenados, basta sujetar las pasiones a la razón, basta imitar los ejemplos de nuestro divino modelo Cristo Jesús y de sus santos, que para esto se nos proponen en tan admirable variedad. De modo que el decir: “Yo no puedo ser santo; yo no puedo ser virtuoso; tengo tales o cuales dificultades que me lo impiden”; no pasa de ser una vanísima excusa. ¡Como si aquellos admirables varones, que veneramos en los altares, hubieran, sido de una naturaleza superior a la nuestra!
Oración: ¡Oh Dios! que coronaste con la gloria eterna al bienaventurado san Eduardo, tu confesor, suplicámoste nos concedas la gracia de venerarle de manera en la tierra, que merezcamos reinar con él en el cielo. Por Jesucristo, nuestro. Señor. Amén.
(P. Francisco De Paula Morell, S. J., Flos Sanctorum)