11 de abril
San León el Magno, papa y doctor
(† 461)
El muy grande y santísimo pontífice León, primero de este nombre, fue romano de nacimiento, e hijo de Quinciano, originario de Toscana.
Siendo aún acólito, llevó a los obispos de África las Letras apostólicas del papa Zósimo, que condenaba a los heresiarcas Pelagio y Celestio, y con esta ocasión trabó amistad con san Agustín: y cuando fue ordenado diácono, el papa san Celestino le hizo su secretario.
Mandole después Sixto III a las Galias, donde compuso ciertas diferencias muy graves que había entre Accio y Alvino, generales del ejército romano, y que amenazaban la ruina del imperio; y como en esta sazón muriese el papa, fue León recibido en Roma con grandes aplausos, y reverenciado como vicario de Cristo en la silla de san Pedro.
En aquel tiempo muchos herejes maniqueos, donatistas, arrianos y priscilianistas inficionaban la Iglesia del Señor, y en Oriente las herejías de Nestorio, de Eutiques y Dióscoro procuraban turbar y oscurecer la fe católica: mas el santo pontífice arrancó estas malezas del campo de la Iglesia, desterrando a los maniqueos de toda la cristiandad, y condenando al hereje Juliano, cabeza de los pelagianos, (el cual murió de mala muerte en país remoto), y convenciendo a los priscilianistas de España, con las epístolas que envió a los obispos españoles.
Y para acabar de una vez con los errores y herejías de Oriente, procuró con gran fuerza y eficacia que se celebrase el concilio Calcedonense, en el cual hubo seiscientos y treinta obispos; y que estando presentes sus legados, fuesen condenados en él Eutiques y Dióscoro, y establecida la santa fe católica.
En tiempo de san León, por los pecados del mundo hubo grandes calamidades, porque Atila, rey de los hunos, que se llamaba Azote de Dios, entrando ya por Italia, arruinando y abrasando todo lo que hallaba, determinó con su ejército copiosísimo acometer a Roma, y destruirla y hacerse señor de Italia.
Entonces el santo pontífice León, armado de espíritu del cielo, salió al encuentro de Atila, vestido de pontifical, y estando todo el senado de Roma postrado delante del rey bárbaro, le habló con tanta gravedad, prudencia y elocuencia que le persuadió a no pasar adelante, y dejar aquel mal intento y salir de Italia.
Y cuando algunos años después Genserico, rey de los vándalos entró en Roma, mandó a ruegos del santo pontífice, que no se quemase la ciudad, ni matasen a nadie, ni saqueasen las principales iglesias.
Finalmente, después de haber rescatado el santo Papa a muchos cautivos, y reparado los templos, y dejado con sus muchas y buenas obras muy floreciente la cristiandad, a los setenta años de su vida, y veintiún años de su pontificado, pasó a recibir la corona inmortal de sus altos merecimientos en la eterna bienaventuranza.
Reflexión: Cuando este gran pontífice se vio en la cátedra de san Pedro, dijo llorando en su sermón al pueblo: “Señor, yo oí vuestra voz y temí; consideré vuestras obras y espánteme: porque ¿qué cosa hay tan insólita y nueva y tanto para temer como el trabajo al flaco, la alteza al bajo, y la dignidad al que no la merece?”. Y porque es tan grave el peso de las dignidades de la Iglesia, nunca hemos de olvidarnos de encomendar a nuestro Señor así al sumo pontífice como a los demás obispos y prelados para que iluminados por la gracia de Jesucristo guíen seguramente su rebaño por el camino de la eterna salvación.
Oración: Suplicámoste, Señor, que oigas benignamente las súplicas que te hacemos en la festividad del bienaventurado León, tu confesor y pontífice, y que nos perdones nuestros pecados por los merecimientos de aquél que mereció servirte dignamente. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
(P. Francisco De Paula Morell, S. J., Flos Sanctorum)