10 de noviembre
San Andrés Avelino, confesor
(† 1608)
San Andrés Avelino, acabado modelo del clero secular y regular, nació en Castronovo, pueblo de la provincia de Basilicata, en el reino de Nápoles. Juntaba a una rara hermosura de rostro, una singularísima honestidad, y con esta virtud triunfó muchas veces de grandes tentaciones y peligros de perder la joya de su pureza, en que le pusieron algunas mujeres livianas.
Habiendo seguido la carrera eclesiástica, se graduó en ambos derechos, y se ordenó de sacerdote: y como al defender en el foro de la iglesia algunas causas de personas particulares, se le escapase una leve mentira, al reparar en ello, sintió tan grandes remordimientos, que determinó apartarse del todo de aquel oficio, y procurar solamente la eterna salud de las almas.
Mostró en este sagrado ministerio tanto celo y prudencia, que el arzobispo de Nápoles le escogió para la dirección espiritual de algunos conventos de religiosas. Su entereza en este cargo fue ocasión de odios y persecuciones de hombres malvados; los cuales una vez intentaron darle la muerte, y otra le dieron en el rostro tres cuchilladas.
Deseoso de mayor perfección, tomó el hábito de los clérigos regulares, y trocó el nombre de Lanceloto, que le pusieron en el bautismo, por el de Andrés, para imitar a este santo apóstol así en el nombre, como en el ardiente amor a la cruz de Jesucristo.
A los tres votos religiosos añadió otros dos: uno, de contrariar sin tregua su voluntad propia para hacer la de Dios; otro, de no perder punto de perfección en el divino servicio. Aun teniendo el cargo de superior empleaba el tiempo que podía en evangelizar las aldeas vecinas de Nápoles; y el Señor le ilustraba con maravillosos prodigios.
Volviendo el santo de confesar a un enfermó, una noche muy tempestuosa, en que la lluvia y el viento apagó la antorcha que llevaban delante los que le acompañaban, no sólo no se mojaron en medio de la copiosa lluvia, sino que pudieron seguir su camino, alumbrados por una luz maravillosa que despedía el cuerpo del santo.
Llevó sin turbarse el asesino del hijo de su hermano; y no sólo apagó los deseos de venganza en que ardían sus parientes, sino que aun imploró delante de los jueces, que perdonasen a los matadores. Conversaba con los ángeles y bienaventurados del cielo; y cuando rezaba el oficio divino, les oía cantar las divinas alabanzas.
Finalmente, después de haber concluido muchas y grandes obras del divino servicio, siendo de edad de ochenta y ocho años, quiso celebrar la misa, para disponerse a la muerte que esperaba aquel mismo día: y al decir aquellas palabras Introibo ad altare Dei, cayó herido de apoplejía; y recibidos luego los santos Sacramentos, descansó en la paz del Señor.
Reflexión: Este glorioso santo es reconocido en la Iglesia como protector admirable contra los accidentes de apoplejía. Y porque esta enfermedad muchas veces quita al hombre instantáneamente la vida, o lo priva de los sentidos y del conocimiento necesario para disponerse a una santa muerte, procuremos ser devotos del santo, para que nos libre de semejantes accidentes, y podamos recibir los Sacramentos de la Iglesia, y morir en la paz y gracia del Señor.
Oración: Oh Dios, que dispusiste en el corazón del bienaventurado Andrés, tu confesor, admirables elevaciones hacia Ti, por el arduo voto que hizo de aprovechar cada día más y más en las virtudes; concédenos, por sus méritos e intercesión, tu divina gracia para ejecutar siempre lo más perfecto, y llegar dichosamente hasta la cumbre de tu gloria. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
(P. Francisco De Paula Morell, S. J., Flos Sanctorum)