25 de febrero
San Tarasio, obispo de Constantinopla
(† 806)
Nació el santísimo obispo Tarasio en la ciudad de Constantinopla de padres tan ilustres por su nobleza como por su religión y piedad. Criaron al niño con gran cuidado y entre otros buenos consejos que le daba la madre, no cesaba de avisarle que huyese de toda mala compañía.
Por esta causa cuando, terminados sus estudios, resplandeció a los ojos de todos por sus virtudes y talentos, y se vio ensalzado hasta la dignidad de cónsul y de primer consejero del reino, en el imperio de Constantino y de la emperatriz Irene su madre, no se desvaneció con el falso brillo de la gloria del mundo, ni los atractivos de la corte menoscabaron un punto la entereza de su inocencia y de sus laudables costumbres: y así por una maravillosa disposición del cielo, a la cual no pudo resistirse el santo, pasó del palacio del emperador a la cátedra patriarcal de Constantinopla, siendo consagrado obispo el día de la Natividad del Señor, para nacer de nuevo y comenzar desde aquel día una nueva vida.
Sacó de su palacio todas las alhajas y muebles preciosos; se acostaba el último y se levantaba el primero, y se mostraba padre de todos, siendo los pobres sus hijos más amados y favorecidos. Pero a los herejes siempre los aborreció y persiguió como a enemigos de Dios y de la verdad divina, y empleó todas sus fuerzas para domar la sacrílega osadía de los iconoclastas que destruían con supersticioso furor las santas imágenes.
A instancias del santo congregose el séptimo concilio general, al cual asistió, ocupando en él el primer lugar después de los legados del Papa, y cuando el emperador Constantino V repudió a la emperatriz María, su mujer, para casarse secretamente con su concubina Teodora, el santo patriarca condenó aquel abominable matrimonio, e hizo todo lo que pudo para deshacer aquel escándalo.
Finalmente, después de haber llevado con admirable fortaleza las increíbles persecuciones que padeció por querer remediar tan grande mal, descansó en la paz del Señor y fue a recibir del Rey del cielo la recompensa de sus virtudes que le negaron los príncipes de la tierra. El adúltero monarca, cuya liviandad había causado al santo tan amarga aflicción, y a todos sus pueblos tan grande escándalo, acabó su torpe vida con muerte desastrada en que se echó de ver la poderosa mano del Señor que justamente le hería y tomaba venganza de aquella iniquidad.
Reflexión: El que imagina que en esta vida ha de ser recompensada la virtud y castigada la maldad como merece, yerra torpemente. Porque fuera de algunos casos en que nuestro Señor hace resplandecer en este mundo su justicia soberana, ni los buenos ni los malos llevan acá su merecido. Si cuando pecamos sintiésemos al punto el azote de Dios, y cuando obramos el bien tuviésemos luego a los ojos el premio, le sirviéramos como esclavos, como niños y como bestias, sólo por el temor del azote y por la golosina de la recompensa. No quiere eso nuestro Señor: quiere que le sirvamos con toda libertad, que le amemos como hijos, aun sin temor del castigo ni esperanza del premio: y suficiente conocimiento ha dado a los hombres para comprender que no faltará después la recompensa o castigo, conforme a sus obras y conforme a la ley de la soberana justicia de Dios.
Oración: ¡Oh Dios omnipotente! concédenos que la venerable solemnidad de tu bienaventurado confesor y pontífice Tarasio, acreciente en nosotros el espíritu de la devoción y la gracia de nuestra eterna salud. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.
(P. Francisco De Paula Morell, S. J., Flos Sanctorum)