23 de agosto: San Felipe Benicio

San Felipe Benicio
San Felipe Benicio

23 de agosto

San Felipe Benicio, confesor

(† 1285)

El humildísimo y gloriosísimo siervo de María, san Felipe Benicio, nació de ilustres padres en la ciudad de Florencia, el día de la Asunción de nuestra Señora, y día en que nació en la misma ciudad la esclarecida Religión de los siervos de María, como quien venía al mundo para gran siervo de esta soberana Virgen y para lustre y ornamento grande de la Orden de sus siervos.

Habiendo aprendido las primeras letras fue enviado de sus padres a la universidad de París, donde cursó nueve años, y se graduó de filosofía y medicina, siguiendo en esta facultad a Diego, su padre. Vuelto a su casa, frecuentaba la iglesia de los padres servitas, llamada la Anunciata. Apareciósele una noche la Virgen y le dijo: “Felipe: ve por la mañana a mis siervos, y sabrás lo que has de hacer para ser fiel siervo mío”.

Postróse Felipe delante del prior, y con humildad y lágrimas le pidió el hábito de los Siervos de María; y ocultando lo que había estudiado, quiso ser religioso lego. Pero Dios le descubrió más tarde al mundo, y avisado su General por dos religiosos dominicos, del tesoro de sabiduría del santo lego, hízole ordenar de sacerdote, y después el capítulo general le eligió por prior de toda la Orden; y aun algunos años después por muerte de Clemente IV, deseaban los cardenales que fuese puesto en la silla de san Pedro.

Pero el humildísimo siervo de María dijo con espíritu profético al cardenal Otobono, que le instaba a aceptar la dignidad de sumo pastor de la Iglesia: “Yo no seré pontífice, y vuestra eminencia sí; aunque gobernará pocos días la Iglesia”. Y así sucedió; porque Otobono que en su asunción se llamó Adriano V, no vivió cuarenta días en el pontificado; y el santo estuvo escondido en las asperezas del monte Juniato por espacio de tres meses hasta que fue elegido sumo pontífice Gregorio X.

Envióle este papa a Pistoya a sosegar los célebres bandos, de los güelfos y gibelinos, y no solo los sosegó, sino ganó para su religión al capitán de la facción gibelina; y Nicolás III le mandó a Alemania para que con su predicación desterrase las herejías y pacificase las guerras civiles que tenían muy afligido el imperio.

Era tal la eficacia de su predicación, confirmada a veces con asombrosos milagros, que ganaba todos los corazones de los que le oían: con que convirtió casi innumerables herejes a la fe, y pecadores a penitencia, y trajo a su religión más de diez mil personas, fuera de los Terceros, que fueron en excesivo número.

Llegándose a la ciudad de Todi, en la Toscana, montado en un jumentillo, le salieron a recibir al camino con ramos de oliva y aclamaciones, diciendo a voces: Bendito el que viene en el nombre del Señor, y entonces profetizando él su próxima muerte, dijo: Haec requies mea in saeculum saeculi. Aquí será mi descanso por los siglos de los siglos; y en efecto, pocos días después, falleció a la edad de cincuenta y dos años, llenándose todo el convento de suavísima fragancia, y despidiendo su rostro grande claridad en las tinieblas de la noche.

Reflexión: Negando una mujer incrédula los milagros de san Felipe, por justo castigo de Dios quedó de repente muda. Reconociendo que aquel era castigo de Dios, pidió perdón al santo y luego cobró el uso de la lengua que empleó después toda la vida en sus alabanzas. Sirva este caso de ejemplo para saber con qué reverencia debemos hablar siempre de los santos. ¡Cuánto más vale imitar sus virtudes, que medirlas con nuestra cortedad y tibieza!

Oración: Oh Dios, que por medio de tu confesor el bienaventurado Felipe, nos diste tan insigne ejemplo de humildad; concede a tus siervos la gracia de menospreciar las honras de la tierra, y buscar solamente las del cielo. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

(P. Francisco De Paula Morell, S. J., Flos Sanctorum)

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