12 de junio
San Juan de Sahagún, confesor
(† 1479)
El apostólico varón san Juan de Sahagún, decoroso ornamento de la sagrada orden de Ermitaños de san Agustín, nació de nobles padres en la población de Sahagún, que está en la provincia de León en España.
Siendo todavía de tierna edad solía juntar a los otros muchachos, y subido a lo alto de una piedra les predicaba con tanto celo y discreción, que todos decían que aquel admirable niño había de ser un apostólico orador.
Pasó su mocedad entre los pajes del arzobispo de Burgos, renunció una canonjía, y otros beneficios eclesiásticos; y después de una peligrosísima enfermedad, por cumplir con un voto que había hecho, tomó el hábito de los ermitaños de san Agustín, y fue tan admirable el ejemplo de sus virtudes, que le confiaron los superiores el cargo de maestro de novicios.
Todos los días purificaba su alma con el sacramento de la penitencia, diciendo que ignorando en qué día había de morir, debía estar siempre prevenido para la hora de su muerte.
Celebraba diariamente la misa con grande ternura y devoción, y antes de comulgar le oyeron decir algunas veces: “¡Señor! yo no te puedo recibir si no te vuelves a la primera especie eucarística”. Y era, como manifestó humildemente al superior, que se le aparecía Jesucristo en carne humana, unas veces con las señales de la pasión, y otras glorioso.
Ardiendo la ciudad en Salamanca en una guerra civil, causada por la enemistad de dos familias que habían atraído a sus bandos a la mayor parte de los vecinos, cuando todos respiraban ira y venganza, el santo predicó con tanto espíritu de Dios, que compuso las paces, y ablandó los ánimos que habían resistido a la autoridad de tres reyes.
En cierta ocasión se imaginó un caballero muy principal que el santo le había injuriado en sus sermones, y buscó asesinos para que le vengasen; mas cuando éstos iban a poner sus manos sacrílegas en el santo, que salía de la iglesia, quedaron inmobles y pasmados, hasta que reconociendo su culpa se echaron a sus pies para que les perdonase.
Pasando por una calle le dijeron que se había caído un muchacho dentro de un pozo, y movido el santo por las lágrimas de la madre, echó la bendición a las aguas del pozo, y subieron casi hasta el brocal. Entonces el santo alargó su correa al niño, el cual asido de ella salió del pozo sin haber recibido daño alguno.
Finalmente, después de haber convertido a penitencia a innumerables pecadores, quiso el Señor que muriese este santo por haber predicado contra la deshonestidad, como el Bautista: porque se tiene por cosa cierta que una dama muy principal, de cuyos lazos había el santo librado a un caballero, le dio un veneno que le causó la muerte.
Estuvo su santo cadáver en el féretro algunos días para satisfacer la devoción de innumerables gentes que acudieron a venerarle, y el Señor acreditó su santidad, con repetidos y grandes prodigios.
Reflexión: No hay duda que arden a veces los odios y enemistades con tan grandes llamas, que no bastan a apagarlas ni la manifiesta sinrazón de tomarse el hombre la venganza por sus propias manos, ni aun el temor de la muerte y del patíbulo. Pero el glorioso san Juan extinguía el fuego de los odios con la sangre de Cristo: porque en efecto, quien considera al divino Redentor perdonando en la cruz a los que le estaban crucificando, o no es cristiano, o debe perdonar también de corazón a sus enemigos.
Oración: Oh Dios, autor de la paz y amante de la caridad, que condecoraste al bienaventurado Juan, tu confesor, con la admirable gracia de componer a los enemistados: concédenos por sus méritos e intercesión, que afirmados en tu caridad, no nos separemos de ti por ningún motivo. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
(P. Francisco De Paula Morell, S. J., Flos Sanctorum)
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