11 de febrero: San Severino

San Severino
San Severino

11 de febrero

San Severino, abad

(† 507)

Tuvo el glorioso san Severino padres nobles y de claro linaje de quienes dos veces pudo llamarse hijo, pues le dieron dos veces el ser, uno de naturaleza, y otro de la esmerada educación, así en las letras como en las buenas costumbres.

Era ya abad del monasterio Agaunense, del Orden de san Benito, rico con el cuerpo del glorioso san Mauricio, cuando por la fama de sus virtudes se hizo célebre y venerable en todo el mundo. Reinaba a la sazón en Francia Clodoveo, el cual estaba afligido de graves calenturas que los más expertos médicos juzgaron sin remedio; y así no tanto era señor del cetro y corona, como víctima de su dolencia incurable.

Llegó a sus oídos el nombre de Severino, y le hizo una humilde embajada, suplicándole que viniese a verle, y el santo abad, despidiéndose con lágrimas de sus monjes y diciéndoles que ya no volverían a verse, les bendijo y dio principio a su viaje.

Llegando a la diócesis Niverniense, visitó al obispo Eulalio, que estaba sordo, mudo e impedido, sin poder salir (había más de un año) no sólo de casa, mas ni aún del lecho, y luego que le vio, tomándole por la mano le dijo: Levántate, sacerdote del Señor, en nombre de Jesucristo, que así te ha castigado para salvarte y te ha afligido para coronarte. Y luego al punto se levantó el obispo tan bueno y sano, que aquel mismo día celebró Misa y dio la bendición al pueblo.

El día siguiente prosiguió el santo su viaje, y a la puerta de París halló un leproso tan mísero y desdichado, que todos huían de él; pero Severino, movido a compasión, le untó con su saliva y le dejó sano y limpio de la lepra.

De allí pasó al palacio del rey, y después de haberle saludado, se puso en oración, la cual fue muy breve, y acabada, se quitó la capa que traía, y poniéndosela al rey huyó al instante la maligna fiebre que le consumía, y levantándose el rey, y dando gracias a Dios se echó a los pies del santo, como a quien debía en un instante solo, vida, salud, reino, y gozo.

Finalmente, habiendo el siervo de Dios obrado muchos otros prodigios, curando varias enfermedades de almas y cuerpos, se retiró en el castillo Nantoniense, y rogó a dos sacerdotes que administraban la ermita del castillo que le recibiesen, y en ella le sepultasen, y sin más enfermedad que una amorosa fiebre que le encendía en deseos de ver a Dios, su Creador, pasó de esta vida temporal a la eterna.

A la misma hora que murió, bajó del cielo una hermosísima luz que rodeó todo el lugar donde su santo cuerpo quedaba, y para que los circunstantes participasen tanto gozo, fue a todos visible. Los sacerdotes enterraron honoríficamente el sagrado cadáver en el mismo oratorio, y en él glorificó el Señor a su siervo con innumerables prodigios.

Reflexión: Después de la muerte de Clodoveo, su hijo Chilberto, que le sucedió en el reino, edificó un suntuoso templo a san Severino, adornándolo magnífica y regiamente para alcanzar por este medio tener por amigo en el cielo, a quien su padre había tenido por médico soberano en la tierra. Así glorifica nuestro Señor a los Santos, y quiere que sean glorificados aún en este mundo. Honrémosles, pues, como merecen, invoquémosles en nuestro auxilio, porque son muy amigos y allegados de Dios, el cual se complace en obrar por ellos grandes maravillas. Quien honra a los santos, honra a Dios en ellos.

Oración: Rogámoste, Señor, que nos recomiende a ti la intercesión del bienaventurado Severino abad, para que alcancemos por su patrocinio lo que no podemos conseguir por nuestros propios merecimientos. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

 

(P. Francisco De Paula Morell, S. J., Flos Sanctorum)

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