10 de abril
San Ezequiel, profeta
(† 571 antes de Cristo)
El divino y portentoso profeta Ezequiel fue hijo de Buzi, natural de Sarira, y sacerdote de la tribu noble y sacerdotal de Leví. Su nombre vale lo mismo que Fortaleza de Dios, y alude a aquellas palabras que el Señor le habló diciendo: “Como el diamante y como el pedernal es la frente que te di” (Ezeq. III, 8.).
Era todavía mancebo cuando fue llevado cautivo a Babilonia, juntamente con Jeconias, rey de Judá y diez mil judíos.
En el quinto año de su destierro, y quinientos noventa y tres años antes de Jesucristo, estando junto al río Cóbar, que corriendo por la Mesopotamia viene a morir en el Éufrates, tuvo la primera y solemnísima visión profética y recibió la misión divina de profetizar, que le duró por espacio de veintidós años.
Sus profecías fueron las más terribles y espantosas, a las cuales llama san Jerónimo “Océano de los misterios de Dios”. Y en ellas hablaba del cautiverio de Babilonia, de la ruina de otras ciudades y naciones, de la vuelta del cautiverio, del Reino del Mesías y de la vocación de las gentes a la fe divina de nuestro Señor Jesucristo.
Fue este santísimo profeta figura de nuestro divino Redentor, porque ejercitó los divinos ministerios de profetizar y enseñar a los hombres, y a semejanza de Jesucristo, se llamaba a sí mismo “Hijo del hombre”, y también puso la vida y la sangre en confirmación de la verdad de Dios.
Porque como reprendiese a uno de los jefes del pueblo judaico por sus sacrilegios e idolatrías, dicen que no pudiendo sufrir aquel sacrílego apóstata la reprensión del Profeta, mandó que le arrastrasen a la cola de sus caballos, hasta que quebrantada la cabeza y derramados los sesos, dio su vida por la causa de la verdad de Dios que había anunciado en sus divinas profecías.
El sepulcro de este gran profeta se halla a quince leguas de Bagdad, donde por espacio de muchos siglos fue muy visitado no sólo por los israelitas, mas también por los medos y persas. Más agradable a Dios fuera esta devoción, si no se contentasen con venerar solamente la memoria de san Ezequiel, sino que abriesen también los ojos de su alma para reconocer al Hijo del Hombre y Divino Mesías Jesucristo, tantas veces y tan solemnemente anunciado por el santo Profeta.
Reflexión: Un viajero moderno, lugarteniente de Lynch, de los Estados Unidos, nos dice: que “el día 4 de mayo de 1848 llegó a Kiffell con propósito de visitar el sepulcro del profeta Ezequiel. El jefe de la tribu le acompañó hasta una espaciosa sala rodeada de columnas. En el fondo de aquella estancia hay una grande caja, en la cual se encierra una copia de los cinco libros de Moisés, escrita en un solo rollo de pergamino: y en el otro extremo del salón, hay una pequeña pieza donde se encierra la tumba de san Ezequiel. El sepulcro es de madera, cubierta de una rica tela de Persia: la bóveda de la recámara está dorada, y perpetuamente iluminada por muchas lámparas, y a un lado del sepulcro, donde arde una sola lámpara, se ven las tumbas de los tres discípulos que solían acompañar al santo Profeta”. Aprendamos nosotros, hasta por el ejemplo de los mismos judíos e infieles, a venerar a los santos de Dios; aborreciendo la impiedad de los herejes protestantes que ultrajan sus sagradas reliquias y sepulcros: pues ya que nuestro Señor quiso honrarles con tan soberanos dones y maravillas, justo es que también les honremos nosotros como a gloriosos cortesanos de Dios, santísimos miembros del cuerpo místico de Jesucristo, y poderosos abogados nuestros en el cielo.
Oración: Concédenos, oh Dios omnipotente, que los que celebramos el nacimiento para el cielo de tu bienaventurado profeta y mártir Ezequiel, seamos fortalecidos en el amor de tu nombre. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
(P. Francisco De Paula Morell, S. J., Flos Sanctorum)